martes, 20 de abril de 2010

Peter Brook:'El teatro no es el lugar idóneo para el debate'


Permite vivir las experiencias maravillosas y horribles que nunca hemos encontrado y que quizá nunca encontraremos en la vida real. Ese es el gran valor del teatro. Lo dice un maestro.

Tras casi un cuarto de hora de perorata ininterrumpida, lúcida y pausada (teatro, religión, política, filosofía, psicología...), Peter Brook frena en seco, corta su muy fascinante diarrea verbal y pide perdón "por no saber ser más conciso". Poco antes ha irrumpido entre las paredes oscuras del bar inglés de un hotel francés, junto a la Ópera de París, tocado con un gorrete de vagabundo y un gabán interminable, con bolsas de plástico colgándole de los dedos vetustos y encarnados y esa mirada pequeña entre distraída e inquisitorial, la mirada de un niño de 85 años.

En un francés perfecto en el fondo y ultrabritánico en la forma, Brook (Londres, 1925) se ha dirigido al camarero y le ha recordado que, el día antes, había reservado mesa, "mi mesa", y al inicial "no me consta" del camarero parisiense (camarero + parisiense = peligro), él le ha ofrecido una indignación callada, como de esfinge antigua a punto de un cataclismo. El lapsus ha quedado subsanado y el autor de creaciones escénicas que ya están en la historia del teatro como ElaMahabharata, Tito Andrónico o La tempestad ha tomado asiento, ha pedido un zumo de pomelo y se ha prestado a una conversación en la que seguirle el ritmo acabará siendo imposible misión. Peter Brook lleva más de 60 años de teatro dentro del zurrón. Con 22 dirigió la Royal Shakespeare Company. En 1971 fundó en París el Centro Internacional para la Investigación Teatral, y dos años después compró un viejo teatro quemado del norte de la ciudad, Les Bouffes du Nord, donde sigue preguntando al mundo y preguntándose sobre los porqués de nuestras atribuladas existencias. De allí salió Eleven and twelve, una desequilibrante reflexión acerca de la religión y sus excesos, el poder y sus excesos, la tolerancia y sus carencias. Una obra inspirada en la figura del maestro sufí Tierno Bokar, interpretada por toda una multinacional de actores africanos, asiáticos, americanos y europeos (entre ellos el español César Sarachu) y que aterrizará en las Naves del Español-Matadero de Madrid el próximo 13 de mayo con motivo del Festival de Otoño en primavera.

- ¿Dónde sitúa usted el punto exacto del poder de la religión, hoy en día, en el mundo?

- Creo que, como todas las cosas que en un momento dado acabaron convertidas en institución -el Estado, la democracia, la tiranía, el fascismo, el comunismo...-, las estructuras de la historia de la humanidad pueden crear monumentos, pero nunca se acercan a lo que de verdad afecta a la vida. Bien, pues si tomamos la palabra religión, podemos llegar a una conclusión: es la salsa que baña todo aquello que significa destrucción en el mundo.

- En efecto, esos 'ismos' más el 'ion' de 'religión' parecen haber vertebrado nuestros males pasados... y presentes. A través de la violencia, básicamente.

- Mire el comunismo: un gran ideal humanista puesto en pie por un gran pensador, Marx, pero acabó significando destrucción. Mire el fascismo: es sinónimo de destrucción pura, sin excepción. ¿Y la religión? No es una palabra más pura que 'ateísmo', y el ateísmo es también una actitud inamovible, violenta, a menudo dictatorial. Bueno, así que cada religión tiene su estructura. Pero lo importante no es nada de todo esto, lo importante es saber si la vida humana, si ese misterio que forman las células y las neuronas, si ese movimiento de energía sutil que se forma a través de las fibras eléctricas... puede resultar afectado o no por algo que sobrepase de lejos esos conceptos de el bien y el mal, los conceptos más ridículos que existen.

- Y... ¿puede?

- Veamos. Tiene usted delante un vaso de agua (lo mira, primero, y lo roza con los dedos, después). En el momento en el que lo prueba, todo en usted, en sus células, le va a decir "esta agua es más pura que el agua de alcantarilla, pero menos pura que la del manantial más puro de la montaña". O sea, que dentro de usted, de forma inconsciente, surgirá un movimiento hacia la pureza y otro de reacción contra la impureza. Todo esto, para llegar a lo que quiero decir: que el teatro, en mi opinión, nunca ha sido el lugar idóneo para el debate.

- ¿Cuál es ese lugar?

- El intercambio de ideas se produce hoy en la televisión, en la radio, en los libros... no en el teatro. La gente no va al teatro para asistir a un debate.

- ¿Y a qué cree que va la gente al teatro?

- El teatro también el cine nos permite vivir las experiencias maravillosas y horribles que nunca hemos encontrado y que muy probablemente nunca encontraremos en nuestra vida real. Por eso tienen tanto éxito las películas de terror: porque desde nuestra seguridad de la butaca no corremos ningún riesgo, pero durante un corto lapso de tiempo podemos saborear el miedo, miedo ante cosas que no nos van a pasar. ¿Y qué ocurre con el gran teatro griego? Que nos pone frente a la dificultad de vivir, como una experiencia personal, las cosas inevitables que amenazan a las personas, a las sociedades. Y cuando eso ocurre puede llegar la catarsis, que es un concepto que hemos empezado a olvidar y que es tremendamente positivo.

- Bueno, parece difícil o ingenuo pensar que todo el mundo esté igualmente dotado o predispuesto para la catarsis, ¿no cree?

- No lo sé, ¿por qué? Cuando contemplamos una obra teatral realmente importante sobre el tema del amor por ejemplo, los sonetos de Shakespeare la palabra amor ya no es algo sobre lo que se pueda discutir: se convierte en la experiencia profunda de un solo hombre, en este caso el propio Shakespeare, a través de todas las fases del amor: la paz, la alegría, los celos, la mentira, la autojustificación, la necesidad de destruir al otro... todo está ahí, concentrado, y nos permite comprender lo que es el amor desde nuestro interior. ¿Sabe por qué triunfa el teatro, por qué ha vuelto la gente al teatro? Porque el teatro no trata de nada en concreto. Trata de la vida. Es la vida.

- ¿También ha huido usted de cualquier propuesta de debate en el caso de 'Eleven and twelve', la obra que estrenará brevemente en Madrid?

- Lo que pretendemos con esa obra es muy sencillo: preguntarnos qué tipo de compromiso interior requieren cosas como la intolerancia y la violencia. Hoy entendemos la tolerancia de la siguiente forma: tolerancia igual a ONU. Nos creemos que la tolerancia es una cosa de gentlemen que discuten tranquilamente de algo, como usted y yo ahora mismo en el café de un hotel tranquilo y elegante como éste; yo te escucho, tú me escuchas y todo eso. Pero eso no es tolerancia, sino debilidad.

- Entonces, ¿dónde está la auténtica tolerancia, según Peter Brook?

- Yo no digo qué es ni dónde está, no puedo explicar eso. Pero la mostramos a través del protagonista, un hombre importante y humilde a la vez que recorre un largo camino personal hacia la integridad y la comprensión del otro... y que al final de su vida siente la necesidad de conocer a otro personaje, alguien que ha sido humillado, castigado, perseguido, no sólo por el colonizador francés, sino también por los clanes que se oponen a él. Pero no damos explicaciones. No proponemos ideas fijas ni mensajes cerrados. Sólo procuramos que el espectador sienta. Y cuando alguien siente, comprende.

- Se trata de hacer preguntas, no de dar respuestas...

- Se trata de evocar, no de convencer.

- Así que, lejos de una aproximación intelectual, su teatro quiere hablar por el corazón, por el estómago, incluso...

- Nada de intelectual. El corazón, el corazón. Y así podemos entender lo que nos quiere decir un personaje para el que la religión es la fuente más pura, una fuente que lleva al amor y a la tolerancia.

- ¿No roza la ingenuidad o la utopía pensar que la religión procure tolerancia? La puesta en escena de los dirigentes religiosos, y mucho peor, de sus extremismos, no hace pensar precisamente en tolerancia, sino más bien en todo un catálogo de intransigencias...

- Hay que tener cuidado para que no exista el más mínimo malentendido. Yo no hago teatro para predicar ni para indicar camino alguno a seguir. Y no hablaría de ingenuidad o de utopía, sino de ideales. Un ideal es como la luz de un faro vista desde lejos. Acercarse a esa luz exige esfuerzos extremos. Y se corre el riesgo, en todo momento, de encallar o de estrellarse contra las rocas. Una luz, un ideal: Gandhi, Mandela... Además, claro, de Buda, Jesucristo y los demás. Cuando Mandela llegó al poder no pensó en utopías, sino en un sistema basado en la tolerancia y la reconciliación. Aunque hoy sus sucesores se estén encargando de destruir todo lo que él hizo.

- Dice que su teatro anhela "evocar", nunca "convencer". ¿Qué opinión le merece el teatro político? ¿Brecht? ¿Demasiado pretencioso?

- Nunca he hecho, desde luego, teatro político de ese que usted dice. Pienso que hay momentos concretos, en sociedades concretas, en los que la opresión es tal, que la manera más directa de resistir es hacer un teatro sobre problemas concretos con el único fin de provocar la rebelión. Pero en el momento en que esa situación pasa, y llegamos al teatro burgués hecho para gente libre y más o menos acomodada, puede producirse algo que para mí es horrible: un grupo de actores, autores y directores escénicos con actitudes de superioridad hacia el público, que miran al patio de butacas y piensan: "Escuchadnos, porque estáis equivocados y os vamos a explicar por qué". Eso, felizmente para el teatro, acabó con la televisión, que ahora es la que dicta lo que hay que ver, lo que hay que hacer, lo que hay que pensar.

- ¿Pero no habíamos quedado en que todo en la vida, absolutamente todo, es política?

- Yo estoy con Godard cuando dice eso de "el lugar donde yo coloco la cámara es un acto político". En ese sentido, creo que todo teatro que trata de sacar a la superficie las contradicciones del ser humano, individual o colectivo, es político. Esa fue la base de mi trabajo sobre la guerra de Vietnam; todo el mundo nos preguntaba si estábamos a favor de los americanos o del Vietcong, pero yo trataba de hacer vibrar la contradicción en ambos lados.

- Habla usted de un teatro de la experiencia, de dar a cada espectador la oportunidad de experimentar: ¿cree que esa posibilidad está relacionada con el regreso del público a los teatros? ¿Hay una necesidad de autenticidad?

- Hay una necesidad de experimentar en primera persona, de compartir durante una hora y media, o media hora, o tres horas, una experiencia real con otras personas. Porque eso sí: si no es experiencia compartida, no es teatro. Y sí, creo que ese matiz de realidad, de autenticidad, puede ser un argumento de por qué la gente llena teatros hoy. Eso, y que la gente busca meterse en una sala de teatro para que le hagan pensar.

- O para pasar un buen rato, hedonismo escapista sin más, ¿no?

- Bueno, yo me acuerdo del teatro que se hacía en España en tiempos de Franco. A principios de mi carrera yo iba mucho por España, y vi que era un teatro para gente chic, rica, que no pretendía ponerse a pensar, desde luego, sino más bien quedarse medio dormida en su butaca sin que le molestaran demasiado. Además, ocurría una cosa increíble: como no se ponían de acuerdo en los horarios de las representaciones ¡había dos funciones cada noche! Una para la gente que iba a los cócteles y la otra para los que tenían una cena... ¿Todavía se hace esto en España?

- No, en general no, aunque la práctica no ha desaparecido del todo.

- Me resulta inaudito, incomprensible. Bueno, pues resulta que una vez fui a ver una obra de Shakespeare, Otelo, creo que era. Y el actor principal, cada vez que hacía un mutis y se iba en medio de grandes palabras y gestos, volvía al escenario... ¡para que le aplaudieran! Sé que las cosas en España han cambiado enormemente, claro. Y mi experiencia allí con el Mahabharata, por ejemplo, fue maravillosa.

- Por cierto, ¿cómo recuerda aquel tiempo? ¿Cómo recuerda el estreno del 'Mahabharata' en aquel festival de Aviñón de 1985? ¿De verdad nadie le llamó 'loco' por montar un espectáculo de más de 10 horas sobre un poema épico indio?

- Nada de eso. Eso sí, aunque estábamos seguros de hacia dónde queríamos ir con el Mahabharata, nunca conseguimos tener la sensación de estar preparados del todo para abordar un tema tan inmenso. Pero ya sabe lo que dijo Eisenhower antes del desembarco en Normandía: "Si esperamos a que absolutamente todos los botones estén bien cosidos en cada guerrera de cada soldado, nunca podremos lanzar el ataque". Siempre hay un momento en el que hay que lanzarse. Además, con el Mahabharata habíamos contado con 15 años de preparación...

- ¿Qué fue lo más duro de todo aquel proceso?

- Pues lo más importante para mí -y también lo más difícil- era separar aquel montaje de cualquier contexto habitual. Había que sacarlo todo fuera de la normalidad, y en Aviñón logramos que el público se quedara verdaderamente impresionado con aquella cantera que nadie había usado nunca para una cosa así (la cantera Boulbon, a unos 15 kilómetros de la ciudad). Fue todo realmente inesperado para el público: llegar a la cantera por la noche, las luces, el fuego, el agua, la prestación increíble de aquellos actores, quedarse allí hasta el amanecer... una auténtica aventura. Creo que no se movió ni una persona. Pero si lo hubiéramos hecho en un teatro convencional habríamos fracasado, claro.

- En libros como 'El espacio vacío' o 'La puerta abierta' ha escrito sobre el rol del público, de un público "no pasivo". ¿Cuál es exactamente su relación con él? ¿Piensa en él cuando está en proceso creativo?

- Para mí, lo más importante del proceso creativo es la parte delos ensayos, y dentro de eso, montar pequeñas representaciones ante públicos que no sepan muy bien de qué va la cosa, estudiantes de primaria, por ejemplo. Eso nos sirve para comprobar cómo reaccionan a nivel de sentimiento, a nivel de intuición (Peter Brook se trastoca en mimo y pone, sucesivamente, caras de alegría y de tristeza para subrayar su explicación), ante lo que hacemos. Y es muy valioso. Aparte de esto, en los preestrenos que solemos hacer antes del estreno me suelo sentar entre el público para sentir como un espectador.

- ¿Cómo se hace eso, sentir como un espectador cuando no se es un espectador?

- ¿Sabe? Cuando estás entre el público hay momentos de gracia: unos se expresan a través de la risa colectiva; otros, mediante un profundo silencio. Cuando ese silencio mágico se produce, uno lo olvida todo porque siente que algo ha llegado a la gente al mismo tiempo y en el mismo lugar. Y yo soy capaz de vivir ese proceso como un miembro del público. Y entonces puedo sentir y pensar: "¡Pero qué escena tan idiota!" o "¡esta escena es turbadora!". Y así consigo ser más crítico, más perspicaz.

- Siempre ha predicado en favor del despojamiento, de una progresiva eliminación de lo no estrictamente indispensable. Por otra parte, es una de las máximas autoridades en Shakespeare. ¿Podemos cruzar estos dos datos? ¿Cree que Shakespeare es la esencia, las antípodas de lo superfluo?

- Sí, mmm... Bueno, primero habría que establecer diferencias entre el Shakespeare de Hamlet, por ejemplo, y el de algunas de sus últimas piezas como La tempestad o Cuento de invierno, en las que da un giro radical frente a aquello que se había planteado hasta entonces.

- ¿Se puede establecer una comparación entre la fuerza épica del 'Mahabharata' y el teatro de Shakespeare?

- Digamos que no se puede comparar el Mahabharata con una obra de Shakespeare... Habría que compararlo con todo Shakespeare.

- Eso... ¿no es mucho decir?

- Es que el Mahabharata lo abarca todo, lo práctico, lo espiritual, lo metafísico... es el material más rico con el que he trabajado nunca. De todas formas, le quería avisar de que esa palabra que ha utilizado usted antes para referirse a mí, eso de "predicar"...

- Bueno, perdón si le ha parecido excesiva...

- No, no, no es eso... Sólo que es muy peligrosa. Mire, cada vez que hablo con alguien joven que se quiere dedicar a la dirección teatral, le suplico que no tome como ejemplo lo que para mí ha supuesto el resultado de 50 años de trabajo. Así que, volviendo a la cuestión de la sencillez y el despojamiento, no es bueno que alguien que empieza apueste directamente por eso. Para llegar a la sencillez, antes hay que haber pasado por las formas más barrocas y extravagantes imaginables. Yo lo hice. Hay que tener un montón de verduras encima de la mesa para saber con cuál quedarse, cuál es la mejor.

- Así que, en su idea de lo que es la creación, la sencillez y la pureza son una meta, nunca un punto de partida.

- Exacto. Nunca. Son un fin. No un principio. El camino a la sencillez está lleno de complicaciones y de esfuerzo.

- Tengo, para acabar, una pregunta personal. En el día a día de la vida real, ¿logra contemplar y escuchar a la gente de una forma no teatral? ¿Consigue escapar de la deformación profesional del dramaturgo, del hombre de escena? ¿Lo ha conseguido en esta conversación, por ejemplo?

- ¡¡Me está preguntando, en suma, si soy un ser humano!!

- Puede.

- El teatro, la dramaturgia, no son una meta, sino más bien un microscopio. Y es cierto que me lo han dado todo en la vida, y que cuando observo a la gente, a ese señor que mira su reloj, a esa camarera que sirve hielos, a esa pareja que se habla en voz baja, a esos señores serios que hablan de cosas supuestamente serias (Peter Brook va describiendo lenta, pausada pero instantáneamente la vida efímera de este bar)... no me son indiferentes, pero sólo son impresiones de vida. ¡Qué horror sería observarlas pensando en utilizarlas un día para algo! Hay una cosa que siempre me hace reír cuando la recuerdo, y es Jean-Paul Sartre dando entrevistas: llevaba siempre encima un cuadernillo y un bolígrafo y cuando contestaba algo ocurrente decía: "¡Ah, eso que he dicho ha estado bien, lo voy a anotar!". Qué horror. Espero no mirar nunca la vida así.

Piezas de fuerte y variado amor teatral
Descendiente de judíos rusos emigrados a Gran Bretaña, Peter Brook tiene 85 años recién cumplidos y es desde hace décadas maestro y referencia de la escena teatral internacional. Heredero del legado de Edward Gordon Craig, quien fuera avanzadilla de los usos teatrales modernos, a Gordon Craig, entre otros, ha vuelto en su última obra, ‘Warum, warum’ (Por qué, por qué)’, que prepara ya en su teatro parisiense Les Bouffes du Nord para estrenar en junio.

Su obra, desde su Dr. Faustus, en 1943, es inmensa, poliédrica, apasionante, planteada desde visiones múltiples e interpretada por actores multiétnicos. Acumula casi ochenta piezas de distinto formato, entre las que abundan textos de Shakespeare, pero también de Beckett, Genet, Cocteau, Shaw, Ibsen o Sartre, salpicada de autores africanos y asiáticos, producto de sus viajes por el mundo. Para Brook, el teatro no es un asunto intelectual, ni un lugar para el debate ideológico: es la experiencia de la vida misma. Cuestión de corazón.

• Borja Hermoso | El País | 2010-04-18

miércoles, 7 de abril de 2010

REPORTAJE Shakespeare era Shakespeare El especialista James Shapiro desmonta las teorías que niegan su existencia


PATRICIA TUBELLA - Londres - 04/04/2010

¿Escribió Shakespeare las obras de Shakespeare? La verdadera identidad del mayor dramaturgo de todos los tiempos, que legó obras repletas de símbolos universales como la pasión, la ambigüedad, la sátira o el instinto político, sigue dividiendo a los círculos culturales casi 400 años después de la muerte del bardo de Stratford-upon-Avon (1564-1616). ¿Fue un impostor, un fraude, la firma tapadera de un personaje más ilustrado? Las teorías conspirativas nunca han dejado de estar en boga, pero en la era de Internet disponen incluso de mejor tribuna.
Nacimiento:
23-04-1564
Lugar:
Stratford-upon-Avon

Vanessa Redgrave o Derek Jacobi se han apuntado al escepticismo.Las dudas sobre el dramaturgo surgen 200 años después de su fallecimiento.Freud relacionó el complejo de Edipo de Hamlet con el del conde de Oxford. En 1857 se difundió la idea de que el verdadero autor era sir Francis Bacon.

Representantes de la crema teatral británica como Derek Jacobi o Vanessa Redgrave se han apuntado a esa corriente de escepticismo. El director Mark Rylance sostiene sin miramientos que la creación de Hamlet, Otelo o Macbeth fue producto de una "cábala literaria" de la que formaba parte sir Francis Bacon. Antes que ellos, otras figuras de renombre como Mark Twain, Henry James o Sigmund Freud mostraron parecidos prejuicios culturales apoyándose en un cierto esnobismo y en unos cimbeles más que precarios en opinión del escritor estadounidense James Shapiro, que ha desmontado todas estas teorías en su libro Contested Will: who wrote Shakespeare?

¿Cómo pudo el hijo de un vulgar comerciante de lana, carnicero y arrendatario, un hombre de estudios limitados que escribía para pagar sus deudas y que nunca viajó, entender el mundo de reyes y cortesanos, tratar asuntos de Estado, filosofía, leyes, música o el arte de la cetrería? Shapiro, profesor de la Universidad de Columbia y experto en la obra del autor inglés (a quien ya dedicó el libro Un año en la vida de William Shakespeare: 1599), propone un recorrido histórico por algunas de las teorías negacionistas de mayor eco para subrayar, ante todo, su anacronismo: las suspicacias sobre la pluma de Shakespeare no surgen hasta 200 años después de su muerte. Nadie antes encaró la lectura de sus obras teniendo en cuenta la biografía del creador.

Denso en historias y argumentos, al tiempo que ameno, Contested Will: who wrote Shakespeare? relata cómo las teorías alternativas nacen a principios del siglo XIX, cuando se afianza la asunción de que los trabajos artísticos son reflejo de las claves personales del autor y deben ser interpretados como una autobiografía, incluso espiritual según los románticos. La estadounidense Delia Bacon, hija de un predicador visionario, sostenía en un estudio publicado en 1857 que Shakespeare era "un iletrado y actor de cuarta fila, demasiado estúpido" para haber concebido una obra que manifestaba "los últimos refinamientos de la más alta educación parisina". Eligió como alternativa al poeta, filósofo y científico Francis Bacon (con quien no guardaba parentesco) con el argumento de que su secreto odio hacia el despotismo monárquico le obligaba a recurrir a un seudónimo.

Influida por las ideas de Mark Twain -quien también sostenía que Isabel I era en realidad un hombre-, Delia Bacon no aportó más que elucubraciones al debate aunque, a su muerte en un psiquiátrico, una nueva generación tomó el testigo con una vasta producción de artículos. En 1920, el profesor T. J. Looney atribuyó en un libro la autoría de las obras a Edward de Vere, conde de Oxford, basándose en sus conocimientos de cetrería, en la coincidencia de que tenía tres hijas -como el rey Lear- y otras generalidades. Looney pasa por alto que el conde murió en 1604, antes de que se escribiera el grueso de la obra shakesperiana. Ello no fue óbice para que Sigmund Freud abrazara la teoría como alimento de sus propias obsesiones: relacionó el complejo de Edipo de Hamlet con el de Edward de Vere, impotente ante la boda de su madre con otro hombre tras enviudar.

Otra tesis sostiene que el dramaturgo y poeta inglés Christopher Marlowe -asesinado en 1593- fingió su muerte para seguir escribiendo bajo el nombre de William Shakespeare, de quien era coetáneo. Esta teoría denota, según Shapiro, la resistencia entre un vasto sector del mundo académico a aceptar que William Shakespeare escribió varias de sus obras en coautoría. Porque Marlowe fue uno de esos colaboradores, en una práctica habitual en los tiempos del teatro isabelino. Incluso hoy, añade, los estudiosos están muy lejos de entender cómo el bardo y sus coautores repartían tramas y personajes, revisaban sus respectivos trabajos o unificaban estilos.

Lo cierto es que apenas un puñado de documentos atestigua la singladura privada del escritor que dejó tal huella en la literatura universal. Ni siquiera existe absoluta certeza sobre los verdaderos rasgos de su físico, objeto perenne de controversia entre historiadores y expertos del mundo del arte. Pero el veredicto de Shapiro es una defensa en toda regla del hombre de Stratford. Su retrato le presenta como un hombre de teatro, que leía, observaba, escuchaba y volcaba todo en unas obras que reflejan el genio de la imaginación. Shakespeare, concluye Shapiro, sí escribió a Shakespeare.

sábado, 3 de abril de 2010

Y Beckett se salió con la suya


Diálogo entre el actor José Luis Gómez y el director Krystian Lupa en vísperas de enfrentarse en Madrid a 'Final de partida', su primera incursión en el autor irlandés

ELSA FERNÁNDEZ-SANTOS - Madrid - 02/04/2010

Es paradójico que una obra tan abierta a interpretaciones como Final de partida, de Samuel Beckett, siempre acabe apuntando al mismo sitio: el que conduce a nuestra propia herida.

Es paradójico que una obra tan abierta a interpretaciones como Final de partida, de Samuel Beckett, siempre acabe apuntando al mismo sitio: el que conduce a nuestra propia herida. ¿En qué momento el padre dejó de ser padre para convertirse en tirano y en qué momento el hijo dejó de ser hijo para convertirse en siervo? O, en otras palabras, ¿en qué momento se fastidió todo? Krystian Lupa (uno de los grandes del teatro europeo, conocido por sus montajes de vocación filosófica a partir de textos de Bernhard, Musil, Dostoievski o Rilke) nunca había abordado al dramaturgo irlandés. Ahora, y gracias a la insistencia de José Luis Gómez, lo hará a partir del 10 de abril en el teatro La Abadía de Madrid.

Para su versión de Final de partida, que Beckett escribió entre 1954 y 1956, el director polaco ha sentado a Gómez en la silla de ruedas de Hamm, hombre ciego que ha desterrado todo sentimentalismo de su vida y que sin embargo, ya cerca de ese final de partida, implora a su lacayo Clov (que lleva toda una vida amenazando con irse sin irse) alguna palabra que pueda evocar su "corazón". Beckett parece hablar -aunque él mismo decía que nadie buscara explicaciones de Final de partida más allá de la propia obra- de la soledad, la vejez, la inocencia, la desmemoria, la dependencia, el mal y, en definitiva, todo lo que esconde este grito del bufón Clov: "Se me ha dicho, todos estos heridos de muerte, con qué ciencia se les cuida".

El martes, frente al escenario de La Abadía, había una mesa de trabajo llena de libros, apuntes, botellas de agua y un maría moliner. Allí, Lupa (Jastrzebiu, Zdrój, Polonia, 1943) proyectaba su inmensa voz para explicar a José Luis Gómez (Huelva, 1940) por qué se resistía a llevar a escena al autor de Esperando a Godot.

Krystian Lupa. Con Beckett siempre he tenido la sensación de estar ante textos muy dictatoriales. No hablo de los diálogos, geniales, sino de las acotaciones. En un principio acepté hacer un Beckett si era una adaptación muy libre. Pero mi imposición resultó innecesaria porque lo que he aprendido aquí es que en el mundo de Beckett lo no hablado es tan enorme, tan libre e inmenso, que no hace falta saltarse una sola palabra.

José Luis Gómez. Es la ventaja de lo no explícito.

K. L. Era muy listo. Y como no podía imponer un cambio en la estética teatral de su tiempo escribió de tal manera que impuso ese cambio desde el texto mismo. Sabía que tarde o temprano se saldría con la suya. Los protagonistas de Final de partida o mienten o callan la mayor parte del tiempo. Y sin embargo, y ahí está el genio del autor, lo que de verdad quieren contar está en todo momento presente. Sólo hay que saber llegar y comprender.

J. L. G. Eso me recuerda a una frase que el otro día soltaste y que nos apuntamos religiosamente. "El cinismo representa con frecuencia la postura del metafísico hacia el sentimentalismo omnipresente". Lo que hemos podido averiguar durante el trabajo que llevamos hecho es que estos personajes tienen un caudal emotivo forjado en el sufrimiento, en el dolor, en el egoísmo frustrado... y que las asociaciones y proyecciones que vemos de estos personajes son terriblemente realistas.

K. L. Es que Beckett no busca una forma literaria surrealista o antirrealista, aunque su mundo y su manera de observar lo que le rodeaba sí lo era. Estoy convencido, aunque no todo el mundo lo perciba así, de que para Beckett Hamm es un personaje muy íntimo y secretamente muy personal.

J. L. G. Creo que es imposible entender esta obra sin asumir que está escrita por un hombre profundamente marcado por la II Guerra Mundial, algo que refleja el testimonio que dejó de su trabajo en el hospital en la ciudad devastada de Normandía, Saint-Lô. De alguna manera Final de partida es una memoria intensa y muy cifrada de ese tiempo.

K. L. Hasta la II Guerra Mundial estuvimos arraigados en la ilusión de que todos somos buenos, piadosos y humanos. Entonces, millones de estos piadosos obreros y sastres empezaron a matar a otros obreros y sastres de una forma que ni ellos mismos han podido comprender. Hemos encerrado la bestia en una jaula, pero no la hemos transformado.

J. L. G. Me parece que este texto también está significando para ti un enorme trabajo de introspección. Un viaje a ti mismo.

K. L. Absoluta e inesperadamente. No creía que este fuera a ser un viaje tan profundo. Lo que ha surgido aquí en el sentido intelectual es la erupción de un volcán que no puede parar. Si pudiésemos seguir trabajando sobre esta obra sería un trabajo sin fin. Sé que los actores estáis ya desesperados, pero uno descubre en cada momento nuevas perspectivas.

J. L. G. Vi hace poco la película de Andrzej Wajda Katyn, que me parece admirable aunque sé que a los polacos no tanto. El caso es que nosotros no hemos tenido la suerte de tener una mirada tan valiente a nuestra propia memoria histórica. Más aún, seguimos tropezando con una sociedad heredera de otra que pasó y hasta vemos cómo un partido como la Falange presenta una querella contra Garzón, el único juez que ha intentado investigar los crímenes de guerra. Para poder vivir tranquilos siempre hace falta un proceso de reparación.

K. L. Pero ese proceso siempre será insatisfactorio. Hace falta un nuevo campo para que nazca un nuevo ser humano. Nosotros estamos demasiados aterrorizados. Y bajo esa oscuridad, bajo ese miedo, el ser humano ya no puede ver a otro ser humano. Sólo vemos enemigos. En Final de partida la relación entre el miedo y el poder es muy interesante. El miedo a lo desconocido en el otro ser humano. Eso que por ignorancia llamamos enemigo. Sobre la película de Wadja diré que me parece que se entiende mejor fuera que dentro de Polonia.

J. L. G. En este montaje estamos hablando mucho de la filosofía de Simone Weil. No sé si sabías que hay voces dentro de la Iglesia que quieren canonizarla.

K. L. Sería una gran estrategia de la Iglesia, pero todos sabemos que su catolicismo era herético.

J. L. G. Más bien un cristianismo herético. En Polonia, la Iglesia católica fue beligerante con la dictadura, mientras que en España fue colaboradora con el régimen. En cualquier caso, mi sensación es que la Iglesia ha dejado poco camino para la espiritualidad... para ese algo que vibra en Final de partida: el homo religiosus.

K. L. Todos los personajes de Final de partida están moralmente despiertos. Desde el nihilismo de Hamm hasta los padres que intentan de forma intuitiva rebelarse y que no quieren morir de forma edípica. En la obra funciona esa enorme fuerza del niño que ha sentido daño y mata y que siempre es la fuente principal del mal. Hamm es un rebelde que ha llegado al mal y después no sabe cómo desprenderse de él. Algo que a menudo nos ocurre: nos convertimos en recipientes del mal y los caminos al bien nos parecen hipócritas y repugnantes.

J. L. G. Fuiste estudiante sucesivamente de Bellas Artes y Cine, hasta que te echaron...

K. L. Sí, y estoy agradecido al destino. En el cine no hubiera cumplido ninguno de mis sueños. Me echaron por cuestiones homófobas. Me atacaron por la película que hice allí. Aquel ataque despertó en mí un instinto de lucha que hoy percibo como un regalo. Me permitió saber hasta qué punto era inmaduro y narcisista y me permitió transformarme. El ser humano necesita que le ataquen para construirse.

Krystian Lupa dibuja una línea roja al borde del escenario donde se representará Final de partida. Suele hacerlo en la mayoría de sus montajes, dice que es su truco mágico. "Hay que pensarlo bien antes de atravesarla", advierte. Él cree en el actor como oficiante: "Esta línea es un símbolo para tomar conciencia de la frontera que hay entre el público y el actor". José Luis Gómez habla entonces con orgullo del "pequeño" espacio que representa el teatro La Abadía. Y Lupa le responde: "Las butacas deben acabar en el lugar donde cae la piedra que lanza el actor, porque hay una frontera en la que la presencia humana pierde fuerza". "Y así, no perder nunca la distancia de peligro", añade Gómez.

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