jueves, 11 de septiembre de 2008
miércoles, 10 de septiembre de 2008
¿Qué es el arte?, reflexiones de Tolstoi*
"¿Qué es, pues, el arte, considerado fuera de esa concepción de la belleza que sólo sirve para embrollar inútilmente el problema? Las únicas definiciones del arte que demuestran un esfuerzo para substraerse a esa concepción de la belleza, son las siguientes:
1º según Schiller, Darwin y Spencer, el arte es una actividad que tienen hasta los animales y que resulta del instinto sexual y del instinto de los juegos;
2º según Verón, el arte es la manifestación externa de emociones internas, producida por medio de líneas, de colores, de movimientos, de sonidos o de palabras;
3º según Sully, el arte es la producción de un objeto permanente o de una acción pasajera, propias para procurar a su productor un goce activo y hacer nacer una impresión agradable en cierto número de espectadores o de oyentes, dejando aparte toda consideración de utilidad práctica.
Aunque superiores a las definiciones metafísicas que fundan el arte sobre la belleza, estas tres definiciones tampoco son exactas.
La primera es inexacta porque, en vez de ocuparse de la actividad artística propiamente dicha, sólo trata de los orígenes de esta actividad. La adición propuesta por Grant Allen también es inexacta, porque la excitación nerviosa que cita se manifiesta en otras formas de actividad humana, además de la actividad artística, y esto es lo que ha producido el error de las nuevas teorías estéticas, elevando al linaje de arte la confección de hermosos vestidos, de suaves perfumes o de guisos agradables.
La definición de Verón, según la cual el arte expresa las emociones, es inexacta porque un hombre puede expresar sus emociones por medio de líneas, de sonidos, de colores o de palabras, sin que su expresión obre sobre otros; y en tal caso, no sería nunca una expresión artística.
La de Sully es inexacta porque se extiende desde los ejercicios acrobáticos al arte, mientras hay, por el contrario, productos que pueden ser arte sin dar sensaciones agradables a su productor ni al público; así ocurre con las escenas patéticas o dolorosas de un poema o de un drama.
La inexactitud de todas estas afirmaciones procede de que todas, sin excepción, lo mismo que las metafísicas, cuidan sólo del placer que el arte puede producir, y no del papel que puede y debe desempeñar en la vida del hombre y de la humanidad.
Para dar la definición correcta del arte, es pues, innecesario ante todo, cesar de ver en él un manantial de placer, y considerarle como una de las condiciones de la vida humana. Si se considera así, se advierte que el arte es uno de los medios de comunicación entre los hombres.
Toda obra de arte pone en relación el hombre a quien se dirige con el que la produjo, y con todos los hombres que simultánea, anterior o posteriormente, reciben impresión de ella. La palabra que transmite los pensamientos de los hombres, es un lazo de unión entre ellos; lo mismo le ocurre al arte. Lo que le distingue de la palabra es que ésta le sirve al hombre para transmitir a otros sus pensamientos, mientras que, por medio del arte, solo le transmite sus sentimientos y emociones. La transmisión se opera del modo siguiente:
Un hombre cualquiera es capaz de experimentar todos los sentimientos humanos, aunque no sea capaz de expresarlos todos. Pero basta que otro hombre los exprese ante él, para que enseguida los experimente él mismo, aun cuando no los haya experimentado jamás.
Para tomar el ejemplo más sencillo, si un hombre ríe, el hombre que le escucha reír, se siente alegre; si un hombre llora, el que lo ve llorar, se entristece. Si un hombre se irrita o excita, otro hombre, el que lo ve, cae en un estado análogo. Por sus movimientos o por el sonido de su voz expresa un hombre su valor, su resignación, su tristeza; y estos sentimientos se transmiten a los que le ven o le oyen. Un hombre expresa su padecimiento por medio de suspiros y sonidos, y su dolor se transmite a los que la escuchan. Lo propio ocurre con otros mil sentimientos."
*León Tolstoi (1828-1910) fue destacado escritor ruso, autor de obras extraordinarias como Ana Karenina y La guerra y la paz.
martes, 2 de septiembre de 2008
Un hombre inmune a la muerte.
Cultura| 28 Ago 2008 - 9:17 pm
El 28 de agosto de 1828, 180 años atrás, nació en Yasnaia Poliana, Rusia, León Tolstoi
Por: Fernando Araújo Vélez
León Tolstoi. Sus dos obras cumbres, ‘Guerra’ y paz’ y ‘Anna Kareninna’ las escribió antes de cumplir 50 años. Buscó a Dios con desesperación y se hizo cómplice de la Muerte, luego de haber huido de ambos por años y años.
Tolstoi en sus años de juventud. Él mismo se describía como un campesino ruso, común y corriente. La diferencia estaba marcada por sus ojos grises.
Fue el temor a la Muerte que presintió, lloró y lo desoló una mañana de otoño de 1865 el que llevó a León Nicolaievitch Tolstoi a enfrentarse con Ella y volverla su cómplice. La descubrió, le arrancó su manto de misterio, la desnudó, desesperado, como a las prostitutas que desnudaba en sus tiempos de juventud, sólo para amarla, sólo para olvidar aquella madrugada que describió con un “Trato de echarme a dormir, pero, apenas en la cama, el terror me hace levantar. Es una angustia, una angustia como la que precede al vómito; parece que mi ser se va a romper a trozos, sin llegar nunca a romperse, sin embargo. Trato de dormir otra vez; pero el terror está conmigo, junto a mí, rojo, blanco...; algo se quiere romper dentro de mí y, sin embargo, no pasa de ser una sensación”.
Antes, iluso, convencido de que su exuberancia física y su vitalidad jamás se iban a extinguir, e incluso desafiante, había dicho: “No puedo interesarme por la muerte, principalmente por el motivo de que no existe mientras yo viva”. La había tildado de “espantajo” y “espectro”. Se había referido a ella como “indigna de ser creída”.
Su temor, su gran pánico, había surgido cuando apenas era un niño que acababa de cumplir cinco años. Su madre acababa de morir. Los adultos lo llevaron a que se despidiera de ella por última vez, y él la tocó, fría e inerme. Sufrió por su madre, por la Muerte, y tuvo que atragantarse sus gritos porque así lo imponían las normas, y así lloró, hasta que no aguantó más y salió del cuarto de velación corriendo, sin destino fijo. Luego volvió a sentir la misma angustia con los decesos de su padre, de uno de sus hermanos y de su tío.
Él era la vida. “Deseo vivir mucho, mucho tiempo; el pensar en la Muerte me llena de un temor infantil y poético”, había escrito en una carta de juventud. Era la vida por sus músculos, sus huesos, su fuerza, su energía. Tolstoi era capaz de levantar a un hombre con una mano y sostenerlo 20, 30 segundos. Nadaba, corría, hacía gimnasia, montaba a caballo como un cosaco y en las tardes, cuando se cargaba a la espalda su escopeta de cazador, podía recorrer las leguas de las leguas sin jadear. La primera vez que se enfermó fue del alma, cumplidos los 50 años; la segunda y última, poco antes de su muerte, el 10 de noviembre de 1910.
Él era la vida, y tanta vida no podía sucumbir ante una debilucha muerte, pero sucumbió, claro. Sucumbió y tuvo que describirla con todos sus horrores en La Muerte de Iván Iljitch, cuando el protagonista se diluía y en medio de sus tormentos gritaba: “No quiero, no quiero”. Sucumbió cuando se enfrentó a ella para describir el morir en Tres Muertes, sus páginas más psicológicas según Stefan Zweig, retratos que hubieran sido inconcebibles sin “aquel sacudimiento catastrófico, sin aquel pavor que lo hace tambalear todo de arriba abajo, sin ese temor vigilante y desconfiado; para poder describir así esas muertes, Tolstoi ha tenido que vivir su propia muerte y por adelantado, hasta en las fibras más pequeñas de su ser, y vivir esa muerte en sí mismo en el futuro, en el presente y en el pasado”.
El 28 de octubre de 1910 Tolstoi empezó a morir. Ya había escrito que sólo en soledad se podía aproximar a Dios, y él quería creer en Dios. Lo había buscado desde el 30 de agosto de 1878, un día después de su cumpleaños número 50. Lo había retado, acorralado, insultado, pero Dios era el único camino que le quedaba después de haber recibido la gloria en vida por Guerra y paz, por Anna Kareninna, por los honores de los zares, por los comentarios de los críticos y su título de noble. Un día
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Cultura| 28 Ago 2008 - 9:17 pm
El 28 de agosto de 1828, 180 años atrás, nació en Yasnaia Poliana, Rusia, León Tolstoi exclamó “Señor, dame fe”. Ese día, sobre las seis de la mañana, como una sombra, salió de su habitación hacia la cochera de su casa y se metió en un carruaje que instantes más tarde se dirigía hacia el Cáucaso a paso muy lento. Tolstoi había descubierto a su mujer, Sofía Andreievna, hurgando entre sus papeles.
Esa mujer que ya no estaba en su alma había sido su amor y su penitencia durante más de 40 años. Con ella había tenido 13 hijos y había vivido hasta las más íntimas sensaciones. No obstante los celos, que rompieron la unión espiritual el mismo día del matrimonio porque él le mostró su diario-confesión repleto de mujeres y amoríos y ella nunca pudo superarlo, terminaron por llevarlos al odio. Tolstoy llegó a la estación de trenes y desde allí le envió su última carta a Sonia: He hecho lo que es habitual a los viejos de mi edad; abandono esa vida mundana para pasar los últimos días de mi vida en el retiro y en el silencio”.
Buscaba a Dios. Compró su boleto que lo llevaría a Él a nombre de T. Nikolaieff. Se subió en un vagón de tercera, medio oculto por una capa, y se detuvo en el convento de Schamardino para despedirse de su hermana, la abadesa. Estuvo con ella unos días. El 31 continuó su camino con una de sus hijas, de incógnito, pero en una vuelta de su huida un transeúnte lo reconoció. Entonces todos los pasajeros supieron que en ese tren de tercera iba León Tolstoi. Lo supieron los periódicos. Su fotografía salió en las primeras planas. Policías, periodistas, curiosos, familiares, amigos y enemigos, detectives y enviados del Zar salieron en su búsqueda. La orden imperiosa era detenerlo en la primera parada que hubiera. Dios se había alejado de nuevo.
Tolstoi se recostó contra una ventana. Sudaba. Pasaba del frío al hervor. Temblaba. Su hija lo cubrió con una manta. Habló con el conductor de la locomotora. Le explicó que su padre se sentía muy, muy mal. Se detuvieron en Astapovo. El maquinista le ofreció su pequeño cuarto para que pasara allí el tiempo que necesitara, y allí el gran hombre se fue extinguiendo, acurrucado en una cama de metal, con su diario y un lápiz en una tembleque mesita de noche. El pueblo, el país y su esposa se asomaban por una ventana, pero no podían ingresar. Con él sólo estaban su hija, el médico y un extranjero. Quizás el Dios que tanto había buscado. Y la Muerte, la Muerte su antigua enemiga, su vieja cómplice. La Muerte amiga durante sus últimos días.
Sus dudas a los 50 años:
¿Para qué vivir?
¿Qué causa tiene mi existencia y la de los demás?
¿Qué objeto tiene mi ser o cualquier otro?
¿Qué sentido tiene la división en “bien” y “mal” que siento dentro de mí y para qué hago esa distinción?
¿Cómo debo vivir?
¿Qué es la vida? ¿Cómo puedo salvarme?
Palabras de la condesa Sonia en la estación de Astápovo en el invierno de 1910*
Ahora estás muriendo en la estación de Astápovo
y las noticias vuelan sobre Rusia.
La muerte está en tu rostro, tu rostro está en los diarios
y cae y cae la nieve sobre lo irreparable.
Van y vienen los trenes sobre el imperio blanco
y el Zar envía las tropas y llegan por millares los paisanos,
reporteros, fotógrafos;
todos entran y salen del cuarto improvisado junto a las paralelas
y cabecean los médicos, y nuestros tristes hijos van y vienen,
y todos pueden verte y despedirte y acariciar tu frente
menos yo, que te di mi vida entera,
yo, que me arrojé al lago cuando supe de tu ausencia,
yo que viví cuarenta largos años
sosteniendo ante Dios en el vacío las tormentas de tu alma
y salvando tus sueños,
no podré sostener tus viejas manos que ya explora la muerte,
las viejas crueles manos de mi príncipe,
no tendré para el resto de mi vida el consuelo de una palabra,
debo mirar de lejos la cabaña
tras un fragor de trenes y soplos de humo azul y nieve que no cesa,
porque así lo has querido, porque de toda Rusia,
del país que te llora como si fuera el Zar el que se muere,
sólo a mí me has cerrado para siempre las puertas.
*(Fragmento). William Ospina, Poemas, editorial La Otra Orilla.
Fernando Araújo Vélez | EL ESPECTADOR
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