Miguel Gracia, fotógrafo, emigró a Venezuela en Mayo de 1958, proveniente de su natal Zaragoza, España, para inventarse otra vida en nuestro caribeño terruño. Gobernaba a la fuerza allá, Francisco Franco; acá en Venezuela, Marcos Pérez Jiménez.
Silencioso y discreto, Miguel escogió la penumbra de las salas de teatro de Venezuela para hacer eternos con su cámara cada momento de la historia de la danza y el teatro nuestros.
Ataviado con jeans y sus obligados zapatos de goma, estacionaba su Jeep naranja, y se dirigía con su artillería almacenada en un gastado bolso de cuero hacia la sala. Allí, desenfundaba su cámara Leica de 35mm y sin piedad registraba el espectáculo de principio a fin. Su mirada, y ese punto de vista particular que hace del artesano un gran artista, convirtió en imágenes los mágicos instantes en los que actores, bailarines, dramaturgos, escenógrafos, maquillistas, vestuaristas, iluminadores, utileros, directores, productores y tantos mas, cuentan y recuentan historias, prueba de que somos capaces de crear belleza, de inventarnos mundos mas allá de la oscuridad de una sala, para que quienes estamos allí, en ese preciso momento, seamos testigos y espectadores de nuestra propia cotidianidad, de nuestra condición de seres humanos.
Al final, y mientras el aplauso del público celebraba la representación de los histriones, Miguel guardaba su armería en el bolsito y salía desapercibido del teatro. Durante el trayecto a casa, hacía su propio recuento de lo visto y surgía una opinión que las más de las veces se reservaba, pues ser crítico de teatro nunca le atrajo. Al llegar a su bunker familiar en la Avenida principal de El Bosque, le aguardaban Pili, su esposa y comandante en jefe, y sus dos pequeñines, Miguelito y Javier. Luego, revelar los rollos de negativo expuestos y convertir en realidad lo que en el tiempo ya era solo una memoria: el milagro de la fotografía, imágenes en papel; rostros, manos, movimiento, miradas, risas, llanto, luz, sombra. Todo allí, hecho de nitrato de plata, convertido en presente por obra y gracia de Gracia.
Tuve el privilegio de trabajar con Miguel como su asistente durante mis comienzos como fotógrafo a mediados de los años 70. Aprendí de su rigor y disciplina. Formé parte de su terruño que eran su casa y su laboratorio. Me hice familia de su familia, viendo crecer a sus pequeños, admirando a Pili clasificar y catalogar los cientos y cientos de negativos de su esposo con ese sentido maternal protector de quien regenta las grandes bibliotecas del mundo. En el sofá de su casa bebimos cervezas, degustamos jamón serrano, y oloroso a químicos de laboratorio, me hice de un padre, un maestro y un gran amigo.
Juntos cubrimos festivales nacionales e internacionales de teatro. Junto a él, el mundo de la fotografía se me hizo vasto e infinito. De su mano, vestí de blanco y negro mis propias imágenes, mis registros de la escena nacional. Cómplice de su talento y sus secretos, presencié la magia del revelado y actos trascendentales de la imagen en ese otro teatro llamado cuarto oscuro.
Junto a Miguel descubrí a otros grandes de nuestra fotografía; Luigi Scotto, Paolo Gasparini, Luis Brito, Roland Streuli, Armas, Grillo, Frasso, Antolín Sánchez, Vasco Szinetar, Fran Beaufrand, Vladimir Sersa, Sigala, Sebastián Garrido, Víctor Levizón, Alexis Pérez Luna, Tejada… Tantos artífices de lo maravilloso.
Hacia finales de los 70, me llegó el turno de emigrar. Partí a estudiar cine en los Estados Unidos. Miguel me despidió con esa mirada azul del océano que cruzó para llegar a Venezuela; con sonrisa franca y tímida me deseó suerte. Y así dejé a mi familia española para escribir mi propia historia y articularla a través de imágenes en movimiento, siempre reconociendo a Miguel como mi maestro.
Con el pasar de los años, Miguel alcanzó el pináculo de la excelencia en su oficio. Se publicó su trabajo en un importante compendio sobre la historia de Rajatabla. Se hizo merecedor de un Premio Nacional. Desde tierras lejanas celebré su constancia, su modestia y el altísimo valor de un talento que nos regaló a los venezolanos. Luis Alberto Rosas organizó, en colaboración con la Fundación Compañía Nacional de Danza y el Museo Jacobo Borges, una muestra homenaje a Miguel Gracia y a su trabajo fotográfico en la danza. La exposición es engalanada por un maravilloso retrato de Miguel que hace justicia a quien todos conocimos, quisimos, y que hoy admiramos, captado por el fotógrafo Nicola Rocco.
El 31 de Diciembre de 2008, le hablé por teléfono desde México. Él, debilitado por la enfermedad, y yo con el corazón roto, conversamos. Le agradecí su nobleza y sus enseñanzas. Le deseé Feliz Año, y alcancé a decirle que lo quería mucho. Le prometí que viajaría en Enero de 2009 para verlo y darle un beso. También le dije que lo logró todo, que lo tuvo todo: una bella familia, una mujer que lo adoró y lo acompañó todo el trayecto, unos maravillosos hijos, el resultado de un trabajo artístico glorioso e impecable, y un hijo, Javier, que por derecho propio siguió los pasos de su padre. ¿Qué más puede pedirle uno a la vida, no?
Y en la Venezuela que adoró hasta el último de sus días, el 1 de Enero de 2009, murió el fotógrafo aragonés que hizo de nuestra tierra la suya, y donde puso su exquisito oficio de fotógrafo al servicio de nuestras artes escénicas, congelando en cada uno de sus encuadres, los más maravillosos momentos de la danza y teatro venezolano. En la tierra donde durante 40 años, convirtió el gesto y el movimiento bañados por la mágica luz de los teatros venezolanos en espejos suspendidos teñidos de glorioso blanco y negro; eternas imágenes en las que hoy podemos vernos reflejados y reconocernos.
En algún sitio está ahora Miguelito Gracia codeándose con los grandes; con Cartier-Bresson, Ansel Adams, Capa, Stieglitz, Smith…
Buen viaje, entrañable amigo.
Leonardo Galavís
México, 3 de Enero de 2009