Por Georg Trakl
Traducción: Rodolfo Modern
La desdicha universal flota como un espectro por la tarde.
Barracas que por incultos jardincillos pardos huyen.
Pabilos fantasmales oscilan en el estiércol quemado,
dos durmientes se bambolean rumbo a la casa, grises y difusos.
Sobre el marchito prado corre un niño
y juega con sus ojos negros y lisos.
El oro gotea de los arbustos borroso y apagado.
Un viejo gira tristemente al viento.
Al atardecer, de nuevo sobre mi cabeza,
Saturno guía mudo un sino desdichado.
Un árbol, los pasos de un perro en retirada,
y negro vacila el cielo de Dios y deshojado.
Un pececillo se desliza veloz en el arroyo
y leve roza apenas la mano del amigo muerto,
y alisa con ternura su frente y su vestido.
Una luz despierta las sombras en los cuartos.
martes, 22 de enero de 2008
lunes, 14 de enero de 2008
González León, eterno.
Falleció el escritor venezolano Adriano González León
Este sábado 12 de enero falleció en Caracas el escritor venezolano Adriano González León, víctima de un infarto que sufriera a las 3 de la tarde durante un almuerzo en el restaurante Amazonia Grill, de la urbanización Las Mercedes, que frecuentaba en los últimos meses. Según el diario Últimas Noticias, aún a las 5 de la tarde se esperaba la llegada de un paramédico que certificara la muerte y permitiera el levantamiento del cadáver. Los restos de González León son velados hoy en la Funeraria Vallés de La Florida.
Nacido en Valera (Trujillo) en 1931, González León fue el autor de País portátil (Seix Barral, 1968), novela que en 2008 arribará a sus 40 años, y en la que narra la épica historia de la familia trujillana Barazarte a través de los recuerdos y vivencias del último de sus hijos, Andrés, un guerrillero urbano que debe atravesar Caracas para cumplir una misión. La obra obtuvo en 1968 el premio Biblioteca Breve y en 1979 fue llevada al cine por los realizadores venezolanos Iván Feo y Antonio Llerandi.
El escritor acababa de ver la edición en Venezuela de su novela Viejo, publicada por Alfaguara en 1995, y que recibió elogios incluso de Gabriel García Márquez, quien aseguró era “la novela que yo hubiera querido escribir”.
A los 15 años fue corresponsal del diario El Nacional en la zona andina y a los 24, ya graduado de abogado en la Universidad Central de Venezuela (UCV), donde además fue profesor de literatura, fundó con Guillermo Sucre, Edmundo Aray, Rodolfo Izaguirre, Efraín Hurtado y otros el grupo Sardio, que editó una revista del mismo nombre que difundía escritores de todo origen y de gran compromiso político.
El escritor, quien nunca ocultara su tendencia izquierdista, fue también un activo luchador contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez a principios de los 50. Más tarde colaboraría con revistas como Letra Roja y El Techo de la Ballena. El Nacional también le dio el premio del Concurso Anual de Cuentos de 1956 por “El lago”.
Sus primeras incursiones en la literatura fueron como cuentista, con las obras Las hogueras más altas (Buenos Aires, Goyanarte, 1959; Premio Municipal de Prosa 1958), Asfalto-Infierno y otros relatos demoniacos (El Techo de la Ballena, Caracas, 1963) y Hombre que daba sed (Jorge Álvarez, Buenos Aires, 1967), donde describía ambientes urbanos y campesinos sombríos y dramáticos.
Además publicó Damas (1979), De ramas y secretos (poesía; Rayuela, Caracas, 1980), El libro de las escrituras (serigrafías de Marco Miliani; Ediciones de Galería Durban-Arte Dos, Caracas-Bogotá, 1982), Solosolo (1985), Linaje de árboles (Planeta, Caracas, 1988), Del rayo y de la lluvia (crónicas poemáticas; Contexto Audiovisual-Pomaire, Caracas, 1991), Viejo (Alfaguara, 1995), El viejo y los leones (cuento para niños; Rayuela, 1996), Hueso de mis huesos (poesía; ilustraciones de Manuel Quintana Castillo; Rayuela, Caracas, 1997) y Viento blanco (Rayuela, Caracas, 2001), así como la antología de sus relatos, Todos los cuentos más Uno, publicada por Alfaguara en 1998. En 1978 había obtenido el Premio Nacional de Literatura y en 2003 el doctorado honoris causa de la Universidad Católica Cecilio Acosta (Unica), de Maracaibo.
En los años ‘60 es designado primer secretario de la Embajada de Venezuela en la República Argentina, donde adquiere vinculaciones valiosas. De vuelta a Venezuela trabajará como profesor de la Facultad de Economía de la UCV. Durante quince años mantendrá en el canal del Estado venezolano Televisora Nacional (canal 5) el programa Contratema, en el que pretendía, según dijo en una entrevista, “interesar a la gente por la literatura, demostrar que no es difícil con cierta malicia”.
A mediados de los ‘90 retornará al servicio diplomático como agregado cultural de Venezuela en España, país en el que volvería a la televisión, como colaborador y frecuente presentador del espacio Taller Abierto de la Televisión Educativa Iberoamericana.
En los últimos años había retomado su columna semanal en El Nacional, bajo el título “De ayer, de hoy y de siempre”. No dudó en compartir su experiencia con las nuevas generaciones, por lo que fue uno de los impulsores de la iniciativa “Escribas”, en la que dirigió cátedras literarias junto a otros destacados autores venezolanos.
Como un homenaje a su obra y a lo que representa en el universo literario venezolano, el PEN de Venezuela creó en 2004, en sociedad con el Grupo de Empresas Econoinvest y el Grupo Editorial Norma, el premio Bienal “Adriano González León”, con el propósito de difundir la obra de los novelistas venezolanos. El galardón fue obtenido en 2004 por Milton Quero Arévalo y en 2006 por Héctor Bujanda.
“Para mí es inconcebible”, dijo en otra entrevista más reciente, “que muchos compañeros con quienes construimos una idea de la izquierda venezolana hoy estén tan confusos y no hayan aprendido la lección brutal del fascismo, el nazismo, el gran engaño del estalinismo y, sobre todo, la construcción artificial de esas repúblicas socialistas, que no fueron sino países espantosamente sometidos y vejados”.
Fuentes: ABN • El Nacional • El Tiempo • Últimas Noticias
domingo, 13 de enero de 2008
Carlo Goldoni
Carlo Goldoni representa en Italia, y en la propia Francia, un papel semejante al de Molière en el siglo anterior, aunque Goldoni viene avalado, además de por las influencias molierescas, por la tradición de la «comedia dell'arte», contra la que reacciona proponiendo una comedia realista, alejada de los viejos estereotipos, aunque sin renunciar a algunos de sus elementos, como la caracterización de personajes secundarios según los esquemas tipológicos asentados y reconocidos por el público, y así Colombina es la camarera, Pantalón el comerciante, Balanzoni el doctor, Brighella el criado, y Arlequín el pícaro. Tal vez Goldoni no alcance la altura de Molière, pero ello no es inconveniente para que pueda ser considerado como uno de los comediógrafos más destacados del siglo XVIII. Aunque no fue por entero un hombre de teatro, como Molière, sino que en alguna ocasión ejerció como abogado y en 1739 ocupó el cargo de cónsul de la República veneciana en Génova, que abandona pronto, porque le ocasionaba muchos gastos, escribió mucho más que Molière, en italiano y en francés, y cultivó los géneros más variados, dentro del teatro. Autor de unas ciento veinte comedias, cuarenta dramas y tragedias y unos ochenta libretos de óperas, por encima de todo es comediógrafo, en la línea de las comedias latinas de Terencio, de las comedias realistas de Maquiavelo y Ariosto e incluso del teatro español clásico, cuya influencia no recibe directamente, sino a través de Molière. Su realismo es de carácter popular, espontáneo y alegre, y lo aprovecha para la crítica benévola de una clase social burguesa, entonces incipiente: en «La familia del anticuario», unos condes en bancarrota casan a su hijo con la hija del rico comerciante Pantalón, teniendo en cuenta que «el oro no puede ensuciar. Hemos nacido nobles, somos nobles y una mujer que entra en casa para servir nuestros intereses no corrompe la sangre de nuestras venas».
Carlo Goldoni nació en Venecia en 1707, procedente de una rica familia de Módena venida a menos. Su padre era médico, y muy aficionado al teatro, lo mismo que su abuelo. El ambiente era propicio para que escribiera su primera pieza teatral a los ocho años, y para que leyera muy joven a Aristófanes, a Plauto y a Terencio. Después de fracasar en un colegio de jesuitas, se fuga a los catorce años de un colegio de dominicos para seguir a una compañía de cómicos. Internado en un colegio de Pavia, es expulsado del colegio y de la ciudad por escribir una sátira contra las damas de la sociedad más encopetada. En 1727 es enviado a Padua para estudiar medicina por imposición paterna, pero llega una solución de compromiso y estudia leyes, estableciéndose como abogado en Venecia, donde tiene pocos clientes, por lo que ocupa sus ocios en escribir un «Almanaque satírico», el melodrama «Amalasunta», que fue rechazado por el actor al que le leyó, y el drama «Belisario», que en compensación tuvo gran éxito.
La situación política de Italia es agitada y Goldoni se desentiende de ella uniéndose a una compañía de cómicos, con quienes hace vida errante entre Milán y Verona. En 1736 se casa con la hija de un notario genovés. No era Goldino el yerno más adecuado para un notario: no obstante, Nicoletta Connio le acompaña en todas las peripecias que le tocaron vivir.
Su fecundidad y su facilidad para escribir teatro eran tan abrumadoras que en 1750 escribió diecisiete obras por una apuesta. En estos años alcanza la máxima popularidad, que empieza a decaer por la competencia de otros dramaturgos, principalmente Carlo Gozzi, por lo que en 1761 acepta la invitación del actor Zanizzi de marchar a París con un contrato por dos años y allí queda el resto de su vida. Vuelve a ser un autor de éxito. Introducido en ambientes cortesanos, llegó a ser preceptor de lengua italiana de las hijas de Luis XV. Luis XVI le asigna una pensión de 4.000 libras, lo que le permite vivir sin problemas. Muere en la calle de San Salvador de París en 1793, la víspera de que M. Chenier consiguiera que le fuera devuelta la asignación. Según Bufalino, la musa de Goldoni es el sentido común.
Carlo Goldoni nació en Venecia en 1707, procedente de una rica familia de Módena venida a menos. Su padre era médico, y muy aficionado al teatro, lo mismo que su abuelo. El ambiente era propicio para que escribiera su primera pieza teatral a los ocho años, y para que leyera muy joven a Aristófanes, a Plauto y a Terencio. Después de fracasar en un colegio de jesuitas, se fuga a los catorce años de un colegio de dominicos para seguir a una compañía de cómicos. Internado en un colegio de Pavia, es expulsado del colegio y de la ciudad por escribir una sátira contra las damas de la sociedad más encopetada. En 1727 es enviado a Padua para estudiar medicina por imposición paterna, pero llega una solución de compromiso y estudia leyes, estableciéndose como abogado en Venecia, donde tiene pocos clientes, por lo que ocupa sus ocios en escribir un «Almanaque satírico», el melodrama «Amalasunta», que fue rechazado por el actor al que le leyó, y el drama «Belisario», que en compensación tuvo gran éxito.
La situación política de Italia es agitada y Goldoni se desentiende de ella uniéndose a una compañía de cómicos, con quienes hace vida errante entre Milán y Verona. En 1736 se casa con la hija de un notario genovés. No era Goldino el yerno más adecuado para un notario: no obstante, Nicoletta Connio le acompaña en todas las peripecias que le tocaron vivir.
Su fecundidad y su facilidad para escribir teatro eran tan abrumadoras que en 1750 escribió diecisiete obras por una apuesta. En estos años alcanza la máxima popularidad, que empieza a decaer por la competencia de otros dramaturgos, principalmente Carlo Gozzi, por lo que en 1761 acepta la invitación del actor Zanizzi de marchar a París con un contrato por dos años y allí queda el resto de su vida. Vuelve a ser un autor de éxito. Introducido en ambientes cortesanos, llegó a ser preceptor de lengua italiana de las hijas de Luis XV. Luis XVI le asigna una pensión de 4.000 libras, lo que le permite vivir sin problemas. Muere en la calle de San Salvador de París en 1793, la víspera de que M. Chenier consiguiera que le fuera devuelta la asignación. Según Bufalino, la musa de Goldoni es el sentido común.
miércoles, 9 de enero de 2008
LOS DÍAS DE LA SEMANA
Algo tendrá el cielo, cuando el hombre ha clavado en él su mirada desde que se irguió sobre sus patas traseras poniéndoles el honorable nombre de piernas. Por lo muchísimo que se empleó en la contemplación del cielo, hasta sería legítimo suponer que éste fue el principal motivo por el que decidió levantar su cabeza del suelo y andar erguido.
El caso es que cuando necesitó asignar nombres a los días, decidió que habían de ser los astros que nos son más próximos quienes los presidiesen y gobernasen. Y por supuesto estos astros tenían el carácter de divinidades empezando por el Sol, que los presidía a todos.
Pero eso no fue siembre así: los babilonios dedicaron los siete días de la semana a siete divinidades, que no eran los siete astros, que tenían su propia entidad. Fueron los alejandrinos los que hicieron coincidir divinidades y planetas en la denominación (y por tanto en la dedicación) de los días de la semana.
Y fue probablemente a partir de que el número 7 representaba importantes realidades (como los 7 astros principales), la razón por la que acabó siendo considerado como número sagrado y afortunado tanto por los babilonios como por los demás pueblos de aquella área cultural, en especial los judíos.
De ellos hemos heredado la consideración de sagrado para el número 7. Ellos adoptaron también la semana de 7 días, y no precisamente de los egipcios, porque en esto parece que les llevaron delantera. Llama especialmente la atención el interés que puso la cultura judía en el asentamiento de la semana de 7 días.
Precisamente el relato de la creación se convierte en el patrón divino de la semana, forzando incluso el relato; porque siendo 8 las obras de la creación, Moisés reúne dos en el 3er día y otras dos en el 6º, para que se complete toda la obra en 6 días y quede el séptimo para descansar.
Del contexto bíblico se deduce incluso que todo el relato de la creación, y por tanto la semana, tiene como núcleo no los seis días de trabajo, sino el único día consagrado al descanso a través del culto a Dios. Ese día de culto era para los judíos el sábado, mientras para los cristianos fue el domingo.
Los clérigos de ambas religiones entendieron que aunque fuese el último en el relato bíblico, debía ser el primero en importancia, y por eso lo pusieron como el primero de la semana. Pero en nuestra lengua y en nuestra cultura seguimos iniciando la semana por el lunes y acabándola el domingo.
Incluso los ingleses, que empiezan la recitación de los días de la semana por el domingo (sunday), se contradicen al referirse como week end, fin de semana, a los días festivos de ésta (antiguamente, sólo el domingo, y luego, con el avance de la semana inglesa, ya hasta el viernes).
Es decir que en fin de cuentas siguen considerando el domingo como último día de la semana. En cuanto a los nombres, es evidente que los recibimos de los romanos con los de los astros (el Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno); y así los mantuvimos, exceptuando el sábado (sabbath = descanso) y el domingo (dies domínica = día del Señor).
La iglesia quiso proscribir los nombres de los dioses paganos, pero sólo lo consiguió en la liturgia, no en cambio en el lenguaje corriente: manteniendo los nombres de sábbatum y de domínica, a los demás días de la semana los llamó feriae: La feria prima, que tenía ya su nombre propio, era el domingo; el lunes se llamaba y se sigue llamando en la liturgia, feria secunda; el martes, feria tertia; el miércoles, feria quarta; el jueves feria quinta, y el viernes feria sexta.
Sólo el portugués ha conservado estas denominaciones. Son de notar las variaciones en algunas lenguas de nuestra cultura: el martes se llama en alemán dienstag (día de servicio –militar, es decir día de la guerra); al miércoles lo llaman los ingleses wednesday (día del dios Woden); en alemán lo llaman mittvoch (media semana); el jueves, que los romanos dedicaron a Júpiter tonante, es decir el dios del trueno, los ingleses lo llamaron thursday (día de Thor, el dios del trueno), y de forma parecida en otras lenguas nórdicas; el viernes, que antes de que dominase de nuevo el paganismo se llamó en toda España feria sexta, tiene en inglés el nombre de friday, y en alemán el de freitag (día de libertad, referido a la que se tomaba por ser el día de Venus, la diosa del amor); y el sábado lo llaman los alemanes sonn-abend (tarde o poniente del Sol).
Mariano Arnal [+] Articulos Buscador temático del Almanaque LÉXICO
El caso es que cuando necesitó asignar nombres a los días, decidió que habían de ser los astros que nos son más próximos quienes los presidiesen y gobernasen. Y por supuesto estos astros tenían el carácter de divinidades empezando por el Sol, que los presidía a todos.
Pero eso no fue siembre así: los babilonios dedicaron los siete días de la semana a siete divinidades, que no eran los siete astros, que tenían su propia entidad. Fueron los alejandrinos los que hicieron coincidir divinidades y planetas en la denominación (y por tanto en la dedicación) de los días de la semana.
Y fue probablemente a partir de que el número 7 representaba importantes realidades (como los 7 astros principales), la razón por la que acabó siendo considerado como número sagrado y afortunado tanto por los babilonios como por los demás pueblos de aquella área cultural, en especial los judíos.
De ellos hemos heredado la consideración de sagrado para el número 7. Ellos adoptaron también la semana de 7 días, y no precisamente de los egipcios, porque en esto parece que les llevaron delantera. Llama especialmente la atención el interés que puso la cultura judía en el asentamiento de la semana de 7 días.
Precisamente el relato de la creación se convierte en el patrón divino de la semana, forzando incluso el relato; porque siendo 8 las obras de la creación, Moisés reúne dos en el 3er día y otras dos en el 6º, para que se complete toda la obra en 6 días y quede el séptimo para descansar.
Del contexto bíblico se deduce incluso que todo el relato de la creación, y por tanto la semana, tiene como núcleo no los seis días de trabajo, sino el único día consagrado al descanso a través del culto a Dios. Ese día de culto era para los judíos el sábado, mientras para los cristianos fue el domingo.
Los clérigos de ambas religiones entendieron que aunque fuese el último en el relato bíblico, debía ser el primero en importancia, y por eso lo pusieron como el primero de la semana. Pero en nuestra lengua y en nuestra cultura seguimos iniciando la semana por el lunes y acabándola el domingo.
Incluso los ingleses, que empiezan la recitación de los días de la semana por el domingo (sunday), se contradicen al referirse como week end, fin de semana, a los días festivos de ésta (antiguamente, sólo el domingo, y luego, con el avance de la semana inglesa, ya hasta el viernes).
Es decir que en fin de cuentas siguen considerando el domingo como último día de la semana. En cuanto a los nombres, es evidente que los recibimos de los romanos con los de los astros (el Sol, la Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno); y así los mantuvimos, exceptuando el sábado (sabbath = descanso) y el domingo (dies domínica = día del Señor).
La iglesia quiso proscribir los nombres de los dioses paganos, pero sólo lo consiguió en la liturgia, no en cambio en el lenguaje corriente: manteniendo los nombres de sábbatum y de domínica, a los demás días de la semana los llamó feriae: La feria prima, que tenía ya su nombre propio, era el domingo; el lunes se llamaba y se sigue llamando en la liturgia, feria secunda; el martes, feria tertia; el miércoles, feria quarta; el jueves feria quinta, y el viernes feria sexta.
Sólo el portugués ha conservado estas denominaciones. Son de notar las variaciones en algunas lenguas de nuestra cultura: el martes se llama en alemán dienstag (día de servicio –militar, es decir día de la guerra); al miércoles lo llaman los ingleses wednesday (día del dios Woden); en alemán lo llaman mittvoch (media semana); el jueves, que los romanos dedicaron a Júpiter tonante, es decir el dios del trueno, los ingleses lo llamaron thursday (día de Thor, el dios del trueno), y de forma parecida en otras lenguas nórdicas; el viernes, que antes de que dominase de nuevo el paganismo se llamó en toda España feria sexta, tiene en inglés el nombre de friday, y en alemán el de freitag (día de libertad, referido a la que se tomaba por ser el día de Venus, la diosa del amor); y el sábado lo llaman los alemanes sonn-abend (tarde o poniente del Sol).
Mariano Arnal [+] Articulos Buscador temático del Almanaque LÉXICO
viernes, 4 de enero de 2008
Cioran
por Andreu Navarra
Adoro a Cioran. No lo puedo remediar, como español y, por tanto, como aprendiz de loco y persona inundada de poesía mística, nada cioranesco puede serme ajeno.
Cioran es para mí un ejemplo moral, el dandy inoportuno, el vago sin redención, la rebeldía absurda e irreductible con la que se pretende dar al traste con toda forma de vanidad. Quizás por temperamento personal me he sentido siempre muy identificado con su dulcísimo mal humor, con su poesía fundamental del dolor humano.
Cioran no pretende nada, es como charlar con un borracho en un café, por la mañana, cuando hace frío y la niebla lame nuestros tejados.
Releer a Cioran es para mí como pasear por el barrio en que crecí y di mis primeros besos, es retornar a mi círculo natural de negación. Transitar sus libros es renovar mis ganas de reír, significa volver y remozar mis ansias de demolición una vez alcanzada la aburrida madurez, en que la inercia (en cierto modo también dulce y estúpida) ha sustituido esas inefables ganas de suicidarse que a uno le embriagan a los dieciocho años.
Cioran murió de lo que deseó toda la vida: de imbecilidad. Como la posibilidad de suicidarse le consolaba, al final murió extremamente anciano de síndrome de Alzheimer. Su primer libro, En las cimas de la desesperación, no era más que su testamento. Empezó a redactarlo y le cogió el gusto a aquello de escribir y así fueron pasando las décadas de pensión en pensión, negándose a trabajar, considerando los imperativos sociales tales como tomar apellido o cobrar fama como manchas que mancillaban la pureza de su cinismo integral.
La historia de mi iniciación en Cioran no deja de ser curiosa. Una muy antigua novia mía se compró dos libros de Cioran aconsejada por un profesor de filosofía: "El aciago demiurgo" y creo que "La tentación de existir". Tras leerlos, no sé si en parte o enteros, esta novia me hizo jurar que jamás leería a Cioran, a lo cual accedí.
Después resultó que este profesor de filosofía era en realidad policía secreto, y un día que hacía footing y nos sorprendió dándonos el lote en una esquina del barrio, se despidió de nosotros gritando: "¡No leáis a Cioran! ¡No leáis a Cioran!". Era un señor regordete y simpático, cultivadísimo. La historia de su iniciación en Cioran sí que era verdaderamente curiosa:
Un día leyó a Cioran y decidió volarse la cabeza. Pero sin juegos, sin impostura, de verdad, era policía y disponía de una pistola cargada, solo le quedaba apretar el gatillo. Para llevar a cabo su idiota plan se fue hasta Andorra como peregrinando a la nada por última vez, para despedirse de algo o pasear, no sé, no me acuerdo. Se sentó bajo un árbol y sacó la pistola, y cuando lo iba a hacer sintió hambre y se fue a un restaurante que había cerca.
Allí le tiró los tejos a la camarera, que se ve que era muy guapa, y se casaron y tuvieron un hijo que hoy es uno de los mejores violinistas del país.
Todo esto es real como la vida misma, no me lo he inventado, lo prometo.
Y es que todo lo que rodea a Cioran es así: excesivo, descabellado, surrealista, idiota.
Encontré en un libro de Rafael Sánchez Ferlosio paralelismos evidentes entre la filosofía (o más bien el posicionamiento vital) de Cioran y el del ensayista madrileño. Ignoro si es casualidad o no, lo que me parece evidente es que el peinado de Cioran es más pintoresco que el de Sánchez Ferlosio, quiero decir que el rumano/francés va mucho más allá, se pierde en sus propias incoherencias, las explora, se regodea en ellas, se pierde en la luz difusa de la dispersión absoluta.
Para Sánchez Ferlosio el balbuceo paramístico del pensador crispado es un elemento casi racial, un componente de claro, consciente y hasta reivindicado origen castellano. Cioran examina la mística española, la degusta con buen paladar, explora las locuras deliciosas de los santos castellanos, se identifica con sus absurdos admirables y heroicos, siente el amor a la verdadera España, la ultrarrevolucionaria, la de los visionarios que heredan a través de los siglos la incongruencia radical de una personalidad ocultada bajo kilos de papel y ordenanzas, la España que transmite miedo y admiración a la vez y que alguna vez habrá que reivindicar.
El peligro o la seducción de la tiranía forma el capítulo más político (o "sistemático") de la obra de Cioran. Cioran es el verdadero Satanás que los enemigos del Posmodernismo se empeñan en ver en Derrida. Cioran y no Derrida es quien desea sembrar el caos, quien arrasa con todo y se jacta de ello. (Aunque en la práctica tampoco Cioran tiene aplicación práctica, a Cioran le importaba un bledo molestar o no, tampoco era el terrorista activo y conspirador que temen los españoles atemorizados por sus propios e inconfesados anhelos). ¿Por qué razón no se insulta a Cioran en España ni la mitad de lo que se insulta a Derrida? Quizás sea porque Cioran excita los puntos erógenos del lector español, y lo precipita hacia regiones en las que se siente cómodo: el abismo, la sima, la biblioteca polvorienta, la sexualidad desviada, el morbo de la santidad, y su estilo no es tan vistoso ni espectacular como el de Derrida.
Una vez se ha arrasado todo, surge el nihilismo desde el cual solo es posible pisotear, escupir, profanar, desgarrar, eyacular, guerrear, agredir, promover el desierto, la hoguera, la expurgación, la censura, la quema de libros, el erial mental, la subnormaliad, los personajes obscenos y los encefalogramas planos. Y a todos estos atributos solo se les puede unir bajo un denominador común que les da una etiqueta y una dirección: el poder. El poder como pasión, el poder como pulsión sexual descarada, tal y como la vemos en los rostros y los cuerpos de los políticos españoles y estadounidenses, en casos tipo Henry Kissinger, quien decía que el poder era el mejor afrodisíaco.
Cioran es consciente de que su filosofía puede engendrar fascistas, él no se esconde de esta posibilidad y reconoce que el peligro de la tiranía es la única aporía que podría llegar a preocuparle alguna vez.
Ahora bien, como Cioran no es un escritor o pensador preocupado por la sociedad (después de todo, qué le puede aportar o importar el progreso a un suicida, a un canallita lumpen de tres al cuarto), su reflexión sobre la seducción de la tiranía no se refiere al hambre de dominación que se da entre los integrantes de un pueblo, no trata de impedir que las estrategias de propaganda entronicen a otro Hitler, como efectivamente ocurre constantemente en las democracias occidentales, no se trata de ese tipo de problema, sino de su dimensión más íntima y ética.
La filosofía de Cioran no versa sobre los efectos del poder y sus discursos sobre las conciencias que se deben vigilar o coartar, como sí versarían las de Adorno, Habermas, Foucault, Jameson, Derrida y otros. Cioran habla de la seducción personal que el ejercicio del poder ejerce sobre todos nosotros, seres muy débiles, de nuestro apetito por convertirnos en monstruos obscenos y detestables.
¿Qué haríamos si saliéramos elegidos dentro del conciliábulo de generales golpistas? ¿Cómo se sienten los tiranos? ¿Somos cada uno de nosotros, tiranos de nuestro círculo más directo? ¿Renunciaríamos al poder absoluto si se nos brindara la posibilidad del mando sin límite? ¿Seríamos dignos emperadores? ¿Quién nos inspiraría, Marco Aurelio o personajillos como Napoleón III o Mussolini? ¿Corregiría ser el Rey Sol nuestras impotencias orgánicas?
¿Abdicaríamos, en definitiva? ¿Seríamos íntegros? ¿Rechazaríamos la oferta para vivir de manera auténtica, de forma acorde con nuestros ideales de paz y serenidad? O, de lo contrario, nos convertiríamos en una basura humana, un delito moral encarnado con tal de que nos lisonjearan, de que aplaudieran nuestras muecas de orangután entronizado?
De hecho en parte somos en potencia ese crimen de lesa humanidad ambulante. Esta es una dirección útil, educadora a regañadientes, de la filosofía de Cioran. El espejo delante nuestro nos muestra que no somos en absoluto distintos del monstruo de prepotencia, egoísmo y autoconmiseración enfermiza que reconocemos en los personajes que desfilan cada día por nuestros noticiarios y que protagonizan el esperpento trágico de la vida pública de una democracia europea actual.
Podríamos preguntarnos qué ocurriría si un libro de Cioran cayera en manos de algún ejecutivo agresivo o alguno de estos personajes detestables y con poder de decisión que realmente dirigen esta sociedad. Yo compré mi primer libro de Cioran (Breviario de podredumbre) en Lloret de Mar, conocido lugar turístico de la Costa Brava, en un puesto de supuestos libros intrascendentes para entretenimiento de las masas playeras entre las cuales yo figuraba. Desde entonces un estremecimiento recorre mi espinazo cada vez que veo una edición de bolsillo al alcance de cualquiera, de los niños, por ejemplo.
Quiero decir que esto podría suceder, que un horrible ejecutivo agresivo, de esos puteros y prepotentes, leyera a Cioran: ¿Se suicidaría? ¿Seguiría aferrado a su existencia miserable?
En fin, no seremos utópicos y creeremos que no.
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Texto, Copyright © 2007 Andreu Navarra.
Todos los derechos reservados.
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