Los «ensayos» de Montaigne: Se reúnen en un solo volumen, y en la versión hasta hoy definitiva, todos los escritos que Michel de Montaigne, quizá el «pensador mundano» europeo más leído y citado, dedicó a los temas eternos del arte de vivir
Quienes tenemos un punto de fetichismo respecto de los escritores preferidos no podemos evitar un suave respingo del espíritu al ir acercándonos a la que fuera su casa. Saliendo desde la autopista de circunvalación de Burdeos hacia el Este, hacia Bergerac, en menos de una hora se toma una desviación hacia la izquierda, pasado Castillon. En unos diez minutos, animado por el olor a madera de la serrería próxima y flanqueado por los viñedos que llenan esa parte del Perigord, entraba en el pequeño pueblo de Saint Michel de Montaigne. El «Foyer laïque rural» a la izquierda, antes de la iglesia y del edificio de la Alcaldía, de dos plantas y ventanas con postigos, simpleza clásica, francés o francés. Un discreto monumento a los mozos del pueblo caídos en la Guerra del 14, con rotundos obuses clavados en la tierra, escoltándolo. Una placa con una encendida arenga patriótica de De Gaulle, de julio del 40. Ni una voz, ni un bar, ni un alma por la calle a esa hora de la tarde, gris el cielo, unos jirones de niebla y, a unos pasos, la avenida de cedros, proyectada por el abuelo del escritor, que conduce al «Chatêau de Montaigne», al «castillo de la montaña», una descansada colina en realidad, elevada a rango mayor por la «grandeur» francesa. Vuelve el respingo mientras camino por el sendero de guijarros, tras el cartel que advierte de que se entra en «propiedad privada abierta al público», hacia la casa en la que es preciso convencer a la guardesa con dulces palabras y esforzados razonamientos para que abra la Torre, la Torre del castillo, la Torre en que Michel de Montaigne escribió Los ensayos que conmovieron al mundo.
La Torre
Escribe Montaigne: «En casa, me aparto un poco más a menudo a mi biblioteca, desde donde, con toda facilidad, dirijo la administración doméstica. Estoy a la entrada [del castillo], y veo debajo de mí mi huerto, mi corral, mi patio, y dentro de la mayoría de las partes de mi casa. Ahí, hojeo ahora un libro, luego otro, sin orden ni plan, a retazos. A veces pienso, a veces registro y dicto, mientras me paseo, mis desvaríos, que tenéis delante. La biblioteca se encuentra en la tercera planta de una torre. La primera es la capilla; la segunda, una estancia y su anexo, donde duermo con frecuencia, para estar solo. Encima tiene un gran guardarropa. En el pasado era el lugar más inútil de la casa. Paso ahí la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día. De noche, no estoy nunca. A su lado, hay un gabinete no exento de elegancia, donde puede hacerse fuego en invierno, iluminado de una manera muy agradable». Estoy ahora en ese gabinete, con el pulso acelerado, de cinco pasos de largo por tres de ancho. Recorro el espacio sin libros donde estuvo la biblioteca de Montaigne: alrededor de mil volúmenes, dicen, quién sabe. El pésimo gusto con que ha sido redecorado y las inscripciones que han dejado en la pared muchos mastuerzos de entre los once mil visitantes que aquí acuden cada año atacan mi tensión arterial, ya excitada por la fantasía. Es preciso detenerse a reflexionar en este lugar que acogió tan titánico esfuerzo de reflexión.
El pensador
Me río yo de los juegos de estimulación cerebral que anuncian los mercaderes en la tele. Para estimulación cerebral diaria, Los ensayos de Montaigne, ahora disponibles en castellano en el «montaje del director», es decir, en la edición que su «hija de alianza», Marie de Gournay, preparó en 1595. Lo ofrece Acantilado a un precio más que asequible si se compara con los artefactos Wii y otras maquinitas de jugar. Quien quiera mantener en forma su máquina de pensar aquí tiene el engrase necesario.
El mismo día en que cumplió 38 años, «hastiado ya hace tiempo de la esclavitud del Palacio y de las tareas públicas», Michel de Montaigne, heredero de un padre que le impuso el latín como única lengua materna, decide retirarse a su castillo y consagrar su Torre («este dulce escondrijo de sus antepasados»), en la que ahora mismo estoy, «a su libertad, tranquilidad y ocio». Aunque lo nombraron alcalde de Burdeos en dos ocasiones, aunque viajó con provecho por Italia, aunque llegó a estar preso por intrigas políticas, será en la Torre donde se busque a sí mismo para encontrarnos a todos. Lo hizo mediante 113 «ensayos», es decir, mediante 113 «tentativas», escritos en los que desarrolla sus ideas sin necesidad de mostrar todo el aparato erudito. Los hay muy cortos y está la «Apología de Ramón Sibiuda», un libro dentro del libro, cuya lectura nos recomendaba Gustavo Bueno hace, ay, 38 años, a sus alumnos de entonces. Creó, pues, un género y lo subió a lo más alto, labor muy similar a la de su contemporáneo Cervantes. Montaigne medita, apoyándose en sentencias de Plutarco, de Séneca y demás buena compañía, sobre la amistad, la tristeza, la ociosidad, el dormir, la pedantería, los caníbales, la soledad, los olores, la conciencia, la ira, la virtud, los cojos, la vanidad, los carruajes, la fisonomía, la embriaguezÉ dándose a veces el lujo de mostrar todo su saber sobre algo tan de hoy como el etnocentrismo y las distintas costumbres, con toda una lista de modos culturales ajenos al europeo, que se acaba convirtiendo en un tratado sobre la relatividad y los límites de la tolerancia: es el capítulo XXI, del Libro I.
La isla desierta.
Dos jóvenes atienden con amabilidad el pequeño comercio sobre Montaigne que hay en la casa de la entrada. Desde llaveros a marcalibros; desde Los ensayos hasta docenas de libros sobre el autor. Es decir, un respeto y, a la vez, un buen negocio de souvenirs: hay que vivir en este mundo, lo contrario de tantos lugares de España en los que preguntas por las huellas de un autor allí nacido y te miran los aborígenes como si vieran a la güestia. Montaigne vivía en el mundo, aun retirado a la Torre, aplicándole una filosofía sencilla, juiciosa y estrictamente razonada. Alguien ha considerado a Los ensayos un medicamento contra la tristeza y no falta quien defienda que, leídos, no se necesita leer nada más. Si fue su autor un estoico, escéptico luego; epicúreo al final, quede para entretenimiento de eruditos. Tómese el libro, comiéncese por cualquier página y el cerebro lo agradecerá. De vuelta, a la altura del febril tráfico de Lormont, me satisface pensar que con Los ensayos y El Quijote bastaría para que tuviesen muy buen pasar los ratos de lectura en una isla desierta.
martes, 26 de febrero de 2008
miércoles, 20 de febrero de 2008
jueves, 14 de febrero de 2008
Un "Don Juan" catalán y de posguerra llega al Español.
J.B.
MADRID. Durante muchos años, el Teatro Español ha guardado la tradición de la representación del Tenorio en la festividad de Todos los Santos. Pero ya se sabe que Mario Gas, director del Español, tiene cierta tendencia iconoclasta; el pasado noviembre dejó sin Tenorio a los espectadores madrileños, pero ahora pone en escena un «Don Juan»... que poco tiene que ver con el de Zorrilla.
«Don Juan, príncipe de las tinieblas» es un espectáculo creado por Hermann Bonnín, su director, a partir de los cinco textos teatrales que sobre el mítico personaje escribió en los años cincuenta el autor catalán Josep Palau i Fabre. «Todo el mundo se queda con el mito del «Don Juan» de Zorrilla -dijo Mario Gas en la presentación del montaje, el pasado lunes-, y desde el Teatro Español cremos que debemos apostar por profundizar en el Don Juan de otros autores dramáticos».
El Don Juan de Palau i Fabre está situado en la Barcelona de los cincuenta, y arranca en el baile de máscaras que organizan los señores Jover, al que ha sido invitado Don Juan. Bonnín ha puesto en escena a treinta y siete personajes (interpretados por diecisiete actores), para un «Don Juan» que, según Bonnín, «concentra, ante todo, los desasosiegos del hombre que ha vivido los dolores de nacimientos y agonías de una Europa sumida en guerras y postguerras, en ascensiones y caídas ideológicas, sociales y políticas».
Roberto Enríquez encarna a Don Juan en este montaje en el que intervienen, entre otros, Juan Codina, Óscar Zafra, Clara Sanchis, Yaël Belicha, Rafael Rojas, Ana Wagener, Anna Ycobalzeta, Xenia Sevillano, Jesús Fuente, Judith Esteban y Paloma Paso Jardiel.
MADRID. Durante muchos años, el Teatro Español ha guardado la tradición de la representación del Tenorio en la festividad de Todos los Santos. Pero ya se sabe que Mario Gas, director del Español, tiene cierta tendencia iconoclasta; el pasado noviembre dejó sin Tenorio a los espectadores madrileños, pero ahora pone en escena un «Don Juan»... que poco tiene que ver con el de Zorrilla.
«Don Juan, príncipe de las tinieblas» es un espectáculo creado por Hermann Bonnín, su director, a partir de los cinco textos teatrales que sobre el mítico personaje escribió en los años cincuenta el autor catalán Josep Palau i Fabre. «Todo el mundo se queda con el mito del «Don Juan» de Zorrilla -dijo Mario Gas en la presentación del montaje, el pasado lunes-, y desde el Teatro Español cremos que debemos apostar por profundizar en el Don Juan de otros autores dramáticos».
El Don Juan de Palau i Fabre está situado en la Barcelona de los cincuenta, y arranca en el baile de máscaras que organizan los señores Jover, al que ha sido invitado Don Juan. Bonnín ha puesto en escena a treinta y siete personajes (interpretados por diecisiete actores), para un «Don Juan» que, según Bonnín, «concentra, ante todo, los desasosiegos del hombre que ha vivido los dolores de nacimientos y agonías de una Europa sumida en guerras y postguerras, en ascensiones y caídas ideológicas, sociales y políticas».
Roberto Enríquez encarna a Don Juan en este montaje en el que intervienen, entre otros, Juan Codina, Óscar Zafra, Clara Sanchis, Yaël Belicha, Rafael Rojas, Ana Wagener, Anna Ycobalzeta, Xenia Sevillano, Jesús Fuente, Judith Esteban y Paloma Paso Jardiel.
martes, 12 de febrero de 2008
DON QUIJOTE DE LA MANCHA Y DOÑA DULCINEA DEL TOBOSO
LAS COSAS Y SUS NOMBRES
Estos dos personajes cuya irrealidad quiso remarcar Cervantes con gruesos trazos, responden a unos caracteres tan marcados de la realidad humana, que han pasado a la inmortalidad al igual que otras grandes parejas de enamorados inmortalizadas por la leyenda.
Don Quijote de la Mancha es la viva estampa del noble caballero que vivía en su arcaico mundo caballeresco: el creador del AMOR CORTÉS, que marcó el camino al actual concepto del AMOR. Un mundo que habiendo sido una poderosa realidad a lo largo de toda la edad media, fue idealizado en las novelas de caballerías, pasando de este modo a su dimensión irreal e intemporal. De esa dimensión tomó modelo Don Quijote.
Su condición de caballero le impone a Don Quijote la obligación de entronizar en su corazón una gran dama en cuyo servicio serán todas sus andanzas de caballerías. No habiendo en la realidad nada que requiera los servicios de la caballería, a nuestro caballero no le queda más servicio que el de su dueña, la sin par Doña Dulcinea del Toboso.
Limpias pues sus armas, nos cuenta Cervantes para rematar el primer capítulo de su genial obra, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendido: “Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindriana, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero Don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció bien darle título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla DULCINEA DEL TOBOSO porque era natural del Toboso: nombre a su parecer dulce y peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.
En efecto, puesto que caballero sin amores es árbol desnudo y cuerpo sin alma, Don Quijote tiene puesto su pensamiento desde el primer día en servir a su señora Dulcinea, y así manda a su fiel escudero que vaya al Toboso, dé con Doña Dulcinea y le entregue esta misiva:
CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO
“SOBERANA Y ALTA SEÑORA
El ferido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, oh bella ingrata, amada enemiga mía, del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte
EL CABALLERO DE LA TRISTE FIGURA
Don Quijote y Sancho Panza forman la pareja real, la que empuja los capítulos y los días de nuestro caballero. Pero hay que insistir en la máxima francesa: cherchez la femme. Y en efecto, si la buscamos descubrimos que la pareja ideal, la que constituye el alma de la obra, es la formada por Don Quijote y Doña Dulcinea. Es el amor callado del Caballero Andante, un amor que por fin podrá confesarle a su dama, cuando por sus andanzas se haya hecho digno de ella.
Sancho Panza tira siempre de Don Quijote hacia la realidad, con la única excepción de cuanto atañe al amor del caballero: cuando por fin le tiene que presentar a su señora es él, Sancho, quien a partir de una realidad bien mezquina le mantiene en su ideal, en su amor platónico.
De todos modos la fuerza de ese episodio es decisiva: marca para Don Quijote el inicio de la recuperación del juicio, y para Sancho el inicio de su pérdida del mismo. En ambos casos es la mujer la que opera el cambio: a uno y otro se les cambia la forma de sentirla.
sábado, 9 de febrero de 2008
Ingmar Bergman, entre la luz y la muerte.
El director sueco era un profesional minucioso con un genio especial para bucear en lo más recóndito de las relaciones humanas
Autor:
Miguel Anxo Fernández
Fecha de publicación:
3/8/2007
En la historia sentimental de la cinefilia de comienzos de los setenta, tan pegada al movimiento cineclubista y al circuito de salas de arte y ensayo, Ingmar Bergman ocupa lugar de privilegio. Con el valor añadido de que su obra se estrenaba en versión original subtitulada, algo que ahora se antoja un lujo asiático. La militancia cinéfila se nutrió de pasión con filmes de su primera etapa, como El séptimo sello (1956), Fresas salvajes (1957) y El manantial de la doncella (1959), de los años sesenta, como Persona (1966) o La vergüenza (1968), o de su momento de madurez, como Gritos y susurros (1972), Secretos de un matrimonio (1974), en algún caso superando la férrea censura franquista. Bergman se encontró con la muerte el pasado domingo en su isla de Farö, en Gotland, en medio del mar Báltico, en donde la aguardaba paciente después del fallecimiento en 1995 de su última compañera, Ingrid Karlevo von Rosen.
Era la muerte una de sus obsesiones vitales y artísticas. Al gran director sueco se debe la representación icónica de la muerte en El séptimo sello, de faz blanca y vestida de negro, ampliamente imitada en el cine posterior. Bergman se disponía a cumplir 90 años, aunque desde el 2003, cuando codirigió Zarabanda para la televisión sueca, ya se había despedido de las cámaras. Fue después de consagrarse internacionalmente con la bellísima Fanny y Alexander, por la que recibió varios Oscar, cuando Bergman optó por dedicarse a un cine todavía más personal y a recluirse gradualmente en su querida isla, en la que rodó buena parte de sus filmes desde que en 1960 realizara Como en un espejo y en la que residía desde 1966. Nacido en Upsala en 1918, y uno de los máximos impulsores de la Academia Europea del Cine en 1988, Bergman es uno de los cineastas más brillantes del siglo XX. Autor de 54 filmes que abarcan desde 1944, cuando dirigió las últimas escenas de Tormentos, hasta el 2003 con la mencionada Zarabanda. Escribió Truffaut en Las películas de mi vida (Mensajero, 1976) que «nadie se ha acercado tanto al rostro humano como Bergman. En sus [?] películas no hay más que bocas que hablan, orejas que escuchan, ojos curiosos, deseosos o asustados». Claro que detrás de ese trabajo había mucho más en palabras de su más estrecho colaborador, el gran operador Sven Nykvist que en sus memorias Culto a la luz (Ediciones del imán, 1997) cuenta que la «minuciosa planificación era, entre otros aspectos, lo que distinguía a Ingmar Bergman de la mayoría de realizadores. Por regla general exigía dos meses de tiempo para llevarla a cabo. Empezaba con la lectura del guión, en la que todos los responsables artísticos teníamos que estar presentes [?]. Además, repasaba el guión con cada uno: con el fotógrafo, el decorador, el figurinista, el maquillador. Nada quedaba al azar».
LAS RELACIONES
La luz y el color era otra de sus obsesiones. En cuanto al tema, aparte de su genio para la introspección y el buceo en lo más recóndito de las relaciones humanas, con sus neuras y obsesiones, la mujer formada parte de su vida. No sólo dirigiendo a grandes actrices nórdicas como Maj Britt Nilsson, Harriett Andersson, Ulla Jacobsson o la propia Ullmann, con quien mantuvo un turbulento romance, o casándose en cinco ocasiones aparte su última compañera, Ingrid, sino también en lo temático. «El mundo de las mujeres es mi mundo», dijo en una ocasión. Formado en Historia del Arte y apasionado del teatro y de la ópera, dirigió más de 100 obras así como numerosas piezas para radio.
Autor:
Miguel Anxo Fernández
Fecha de publicación:
3/8/2007
En la historia sentimental de la cinefilia de comienzos de los setenta, tan pegada al movimiento cineclubista y al circuito de salas de arte y ensayo, Ingmar Bergman ocupa lugar de privilegio. Con el valor añadido de que su obra se estrenaba en versión original subtitulada, algo que ahora se antoja un lujo asiático. La militancia cinéfila se nutrió de pasión con filmes de su primera etapa, como El séptimo sello (1956), Fresas salvajes (1957) y El manantial de la doncella (1959), de los años sesenta, como Persona (1966) o La vergüenza (1968), o de su momento de madurez, como Gritos y susurros (1972), Secretos de un matrimonio (1974), en algún caso superando la férrea censura franquista. Bergman se encontró con la muerte el pasado domingo en su isla de Farö, en Gotland, en medio del mar Báltico, en donde la aguardaba paciente después del fallecimiento en 1995 de su última compañera, Ingrid Karlevo von Rosen.
Era la muerte una de sus obsesiones vitales y artísticas. Al gran director sueco se debe la representación icónica de la muerte en El séptimo sello, de faz blanca y vestida de negro, ampliamente imitada en el cine posterior. Bergman se disponía a cumplir 90 años, aunque desde el 2003, cuando codirigió Zarabanda para la televisión sueca, ya se había despedido de las cámaras. Fue después de consagrarse internacionalmente con la bellísima Fanny y Alexander, por la que recibió varios Oscar, cuando Bergman optó por dedicarse a un cine todavía más personal y a recluirse gradualmente en su querida isla, en la que rodó buena parte de sus filmes desde que en 1960 realizara Como en un espejo y en la que residía desde 1966. Nacido en Upsala en 1918, y uno de los máximos impulsores de la Academia Europea del Cine en 1988, Bergman es uno de los cineastas más brillantes del siglo XX. Autor de 54 filmes que abarcan desde 1944, cuando dirigió las últimas escenas de Tormentos, hasta el 2003 con la mencionada Zarabanda. Escribió Truffaut en Las películas de mi vida (Mensajero, 1976) que «nadie se ha acercado tanto al rostro humano como Bergman. En sus [?] películas no hay más que bocas que hablan, orejas que escuchan, ojos curiosos, deseosos o asustados». Claro que detrás de ese trabajo había mucho más en palabras de su más estrecho colaborador, el gran operador Sven Nykvist que en sus memorias Culto a la luz (Ediciones del imán, 1997) cuenta que la «minuciosa planificación era, entre otros aspectos, lo que distinguía a Ingmar Bergman de la mayoría de realizadores. Por regla general exigía dos meses de tiempo para llevarla a cabo. Empezaba con la lectura del guión, en la que todos los responsables artísticos teníamos que estar presentes [?]. Además, repasaba el guión con cada uno: con el fotógrafo, el decorador, el figurinista, el maquillador. Nada quedaba al azar».
LAS RELACIONES
La luz y el color era otra de sus obsesiones. En cuanto al tema, aparte de su genio para la introspección y el buceo en lo más recóndito de las relaciones humanas, con sus neuras y obsesiones, la mujer formada parte de su vida. No sólo dirigiendo a grandes actrices nórdicas como Maj Britt Nilsson, Harriett Andersson, Ulla Jacobsson o la propia Ullmann, con quien mantuvo un turbulento romance, o casándose en cinco ocasiones aparte su última compañera, Ingrid, sino también en lo temático. «El mundo de las mujeres es mi mundo», dijo en una ocasión. Formado en Historia del Arte y apasionado del teatro y de la ópera, dirigió más de 100 obras así como numerosas piezas para radio.
domingo, 3 de febrero de 2008
Stephen Hawking, su nombre me sabe a ciencia.
Terminó por suceder: Stephen Hawking se ha convertido en un escritor de un libro al año. No seré yo quien le critique por eso, si acaso me permito añorar la originalidad y el altísimo patrón de calidad de sus primeros libros, exigencias ahora postergadas en favor de la cantidad y la velocidad.
Breve historia del tiempo (1988) supuso el debut e inmediato pasaporte al estrellato del por entonces joven titular de la Cátedra Lucasiana de Matemáticas de Cambridge (la que ocuparan en su día Isaac Newton y Paul Dirac). En aquel momento Hawking amortizaba el trabajo realizado junto a Roger Penrose y Jim Hartle, y transitaba por la cumbre creativa de su carrera. Apuntaló a partir de la teoría de la relatividad la idea de que el universo había sido parido en una gran explosión inicial (Big Bang) y de que moriría consumido en el brutal caos interior de un colosal agujero negro. Poco después Hawking pudo demostrar que los agujeros negros más bien eran grises, pues emitían algo de radiación (radiación de Hawking, fue bautizada), y que era plausible que pudieran evaporarse.
Por si la esclerosis (se le diagnosticó a los 23 años y se le pronosticó una esperanza de vida de 2-3 años) que martirizaba su cuerpo no fuera suficiente, la prensa cargó a Stephen Hawking con otra pesada cruz: ser el sucesor natural de Albert Einstein. Aquello, tan exagerado como cruel, le lastró como científico (nadie puede aprobar semejante reválida) y le catapultó como divulgador (la publicidad estaba hecha, el mercado creado).
En 1989 Hawking recibió en Oviedo el premio «Príncipe de Asturias» de la Concordia. En eso justamente machacaría sus neuronas durante años: en buscar una formulación teórica que concordase la Teoría General de la Relatividad de Einstein con la Mecánica Cuántica, las dos torres que coronan la catedral de la física moderna y que tercamente se empeñan en contradecirse. Era el momento de sus apuestas más arriesgadas: conjeturó que el universo estaba sembrado de diminutos agujeros negros que andamiaban el tejido del espacio-tiempo desde el mismo instante de la creación, y propuso que tanto espacio como tiempo parecían ser finitos aunque sin fronteras, lo que superaba el terrible problema de la singularidad inicial, de un Big Bang al margen de las leyes de la física. Cuestiones cuánticas y cosmológicas (1993) recogía su furiosa búsqueda de respuestas en una apasionante colección de artículos y ensayos publicada junto a Penrose.
Pasaron casi diez años hasta volver a saber de Hawking en las librerías. En ese tiempo la ELA terminó por apagar hasta el último de sus músculos y dejarle sólo con la mínima movilidad de su cabeza y ojos. Recursos con los que a duras penas gobierna su computarizada silla de ruedas y sintetizador de voz. El universo en una cáscara de nuez (2002) fue un nuevo éxito de ventas. Sentido del humor, impacto gráfico y física excitante eran sus ingredientes y marcó el final de los libros largamente meditados y con alto nivel de originalidad.
Antologías y refritos
Casi de inmediato aparece A hombros de gigantes (2003), donde Hawking se limita a repasar las grandes obras de la física y la astronomía. Un buen libro de historia de la ciencia, si bien por primera vez Hawking firma una obra al alcance de un buen número de divulgadores. Con Brevísima historia del tiempo (2005), Hawking se conforma con actualizar y revisar su ópera prima. Como veinte años atrás, sólo se puede encontrar en el libro una ecuación: E=mc2. Dios creó los números (2006) es una nueva antología, en este caso matemática, que repasa los descubrimientos capitales en este campo, muchos de ellos capaces de cambiar la Historia.
Atendido uno de los juguetes favoritos de Hawking: Dios, llegó inmediatamente el turno de otro: las teoría de gran unificación. La teoría del todo (2007) insiste en el sempiterno problema del origen y destino del universo y repasa los méritos de las teorías candidatas a describir conjuntamente la gravedad y las otras tres fuerzas básicas de la física. Hace tiempo ya que Hawking es el científico vivo más conocido por el público. Esto provoca que su vida privada, matrimonial incluso, interese a la prensa, que sus conferencias sean presenciadas por reyes y príncipes que ensayan gestos de entender algo, y que su sintetizador de voz sea escuchado cual nuevo oráculo de Delfos: «La especie humana no desaparecerá en una guerra nuclear, sino barrida de la Historia por un virus».
La lista de premios que adorna su currículo impresiona. Tanto como luchó por obtener su doctorado (no fue el mejor estudiante imaginable), tan plácidamente fue recogiendo en dos décadas otros doce con el añadido «honoris causa». Nunca, sin embargo, participó en la carrera por un Nobel. Sus contribuciones a la física teórica, sin duda valiosas, no dan para tanto. Sus colegas científicos le aprecian y valoran su ciencia, pero no le adoran como hace el gran público.
Regreso a Asturias
La primavera traerá a Asturias a Stephen Hawking. En Avilés presentará a sus lectores españoles su último libro: George y su llave secreta del universo (La clave secreta del universo en castellano), apertura de una trilogía dedicada a los niños y jóvenes. Hawking monta en su nuevo bólido un motor que ya ha demostrado su condición ganadora. Lo hizo para la filosofía de la mano de Jostein Gaarder (El mundo de Sofía (1991)) o para las matemáticas con Denis Guedj (El teorema del loro (1998)).
Un niño cuyos padres recelan de la tecnología emprenderá la aventura de descubrir la física guiado por sus nuevos vecinos: Eric, un científico; Annie, su hija, y Cosmos, un superordenador gracias al cual puede viajar a través del tiempo y del espacio atravesando agujeros negros. Aromas harrypotterianos y un renovado sentido del humor (siempre inteligente y potenciado por las enérgicas ilustraciones de Gary Parsons) contribuyen a lo que sin duda será un exitazo de ventas. Escrito a seis manos (dos son de su hija Lucy Hawking, escritora y periodista; dos del francés Christophe Galfard, autor de una tesis doctoral basada en los trabajos de Hawking), George y su llave secreta del universo se anuncia dirigido a adolescentes (niños de 9 a 12 años) a los que tratará de mostrar la intrínseca belleza de la ciencia y la importancia de ésta para la supervivencia a largo plazo de la humanidad.
Hawking ha renovado su vinculación a Asturias a través del Centro Cultural Oscar Niemeyer (es miembro del patronato de la Fundación Niemeyer) y en marzo volveremos a disfrutar del honor de su presencia. Si su quebrantado cuerpo se lo impidiera, sería su hija Lucy la encargada de presentar el nuevo libro. En tal caso los admiradores del Hawking científico y del Hawking escritor nos entristeceremos, pero puede que no tanto como la cuadrilla de políticos que ya han reservado página en sus álbumes de fotos.
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