Los «ensayos» de Montaigne: Se reúnen en un solo volumen, y en la versión hasta hoy definitiva, todos los escritos que Michel de Montaigne, quizá el «pensador mundano» europeo más leído y citado, dedicó a los temas eternos del arte de vivir
Quienes tenemos un punto de fetichismo respecto de los escritores preferidos no podemos evitar un suave respingo del espíritu al ir acercándonos a la que fuera su casa. Saliendo desde la autopista de circunvalación de Burdeos hacia el Este, hacia Bergerac, en menos de una hora se toma una desviación hacia la izquierda, pasado Castillon. En unos diez minutos, animado por el olor a madera de la serrería próxima y flanqueado por los viñedos que llenan esa parte del Perigord, entraba en el pequeño pueblo de Saint Michel de Montaigne. El «Foyer laïque rural» a la izquierda, antes de la iglesia y del edificio de la Alcaldía, de dos plantas y ventanas con postigos, simpleza clásica, francés o francés. Un discreto monumento a los mozos del pueblo caídos en la Guerra del 14, con rotundos obuses clavados en la tierra, escoltándolo. Una placa con una encendida arenga patriótica de De Gaulle, de julio del 40. Ni una voz, ni un bar, ni un alma por la calle a esa hora de la tarde, gris el cielo, unos jirones de niebla y, a unos pasos, la avenida de cedros, proyectada por el abuelo del escritor, que conduce al «Chatêau de Montaigne», al «castillo de la montaña», una descansada colina en realidad, elevada a rango mayor por la «grandeur» francesa. Vuelve el respingo mientras camino por el sendero de guijarros, tras el cartel que advierte de que se entra en «propiedad privada abierta al público», hacia la casa en la que es preciso convencer a la guardesa con dulces palabras y esforzados razonamientos para que abra la Torre, la Torre del castillo, la Torre en que Michel de Montaigne escribió Los ensayos que conmovieron al mundo.
La Torre
Escribe Montaigne: «En casa, me aparto un poco más a menudo a mi biblioteca, desde donde, con toda facilidad, dirijo la administración doméstica. Estoy a la entrada [del castillo], y veo debajo de mí mi huerto, mi corral, mi patio, y dentro de la mayoría de las partes de mi casa. Ahí, hojeo ahora un libro, luego otro, sin orden ni plan, a retazos. A veces pienso, a veces registro y dicto, mientras me paseo, mis desvaríos, que tenéis delante. La biblioteca se encuentra en la tercera planta de una torre. La primera es la capilla; la segunda, una estancia y su anexo, donde duermo con frecuencia, para estar solo. Encima tiene un gran guardarropa. En el pasado era el lugar más inútil de la casa. Paso ahí la mayor parte de los días de mi vida, y la mayor parte de las horas del día. De noche, no estoy nunca. A su lado, hay un gabinete no exento de elegancia, donde puede hacerse fuego en invierno, iluminado de una manera muy agradable». Estoy ahora en ese gabinete, con el pulso acelerado, de cinco pasos de largo por tres de ancho. Recorro el espacio sin libros donde estuvo la biblioteca de Montaigne: alrededor de mil volúmenes, dicen, quién sabe. El pésimo gusto con que ha sido redecorado y las inscripciones que han dejado en la pared muchos mastuerzos de entre los once mil visitantes que aquí acuden cada año atacan mi tensión arterial, ya excitada por la fantasía. Es preciso detenerse a reflexionar en este lugar que acogió tan titánico esfuerzo de reflexión.
El pensador
Me río yo de los juegos de estimulación cerebral que anuncian los mercaderes en la tele. Para estimulación cerebral diaria, Los ensayos de Montaigne, ahora disponibles en castellano en el «montaje del director», es decir, en la edición que su «hija de alianza», Marie de Gournay, preparó en 1595. Lo ofrece Acantilado a un precio más que asequible si se compara con los artefactos Wii y otras maquinitas de jugar. Quien quiera mantener en forma su máquina de pensar aquí tiene el engrase necesario.
El mismo día en que cumplió 38 años, «hastiado ya hace tiempo de la esclavitud del Palacio y de las tareas públicas», Michel de Montaigne, heredero de un padre que le impuso el latín como única lengua materna, decide retirarse a su castillo y consagrar su Torre («este dulce escondrijo de sus antepasados»), en la que ahora mismo estoy, «a su libertad, tranquilidad y ocio». Aunque lo nombraron alcalde de Burdeos en dos ocasiones, aunque viajó con provecho por Italia, aunque llegó a estar preso por intrigas políticas, será en la Torre donde se busque a sí mismo para encontrarnos a todos. Lo hizo mediante 113 «ensayos», es decir, mediante 113 «tentativas», escritos en los que desarrolla sus ideas sin necesidad de mostrar todo el aparato erudito. Los hay muy cortos y está la «Apología de Ramón Sibiuda», un libro dentro del libro, cuya lectura nos recomendaba Gustavo Bueno hace, ay, 38 años, a sus alumnos de entonces. Creó, pues, un género y lo subió a lo más alto, labor muy similar a la de su contemporáneo Cervantes. Montaigne medita, apoyándose en sentencias de Plutarco, de Séneca y demás buena compañía, sobre la amistad, la tristeza, la ociosidad, el dormir, la pedantería, los caníbales, la soledad, los olores, la conciencia, la ira, la virtud, los cojos, la vanidad, los carruajes, la fisonomía, la embriaguezÉ dándose a veces el lujo de mostrar todo su saber sobre algo tan de hoy como el etnocentrismo y las distintas costumbres, con toda una lista de modos culturales ajenos al europeo, que se acaba convirtiendo en un tratado sobre la relatividad y los límites de la tolerancia: es el capítulo XXI, del Libro I.
La isla desierta.
Dos jóvenes atienden con amabilidad el pequeño comercio sobre Montaigne que hay en la casa de la entrada. Desde llaveros a marcalibros; desde Los ensayos hasta docenas de libros sobre el autor. Es decir, un respeto y, a la vez, un buen negocio de souvenirs: hay que vivir en este mundo, lo contrario de tantos lugares de España en los que preguntas por las huellas de un autor allí nacido y te miran los aborígenes como si vieran a la güestia. Montaigne vivía en el mundo, aun retirado a la Torre, aplicándole una filosofía sencilla, juiciosa y estrictamente razonada. Alguien ha considerado a Los ensayos un medicamento contra la tristeza y no falta quien defienda que, leídos, no se necesita leer nada más. Si fue su autor un estoico, escéptico luego; epicúreo al final, quede para entretenimiento de eruditos. Tómese el libro, comiéncese por cualquier página y el cerebro lo agradecerá. De vuelta, a la altura del febril tráfico de Lormont, me satisface pensar que con Los ensayos y El Quijote bastaría para que tuviesen muy buen pasar los ratos de lectura en una isla desierta.
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