sábado, 5 de diciembre de 2009

Amadé, un actor repugnante Por Ernesto Schoo

Opinión



Aparte de los personajes que les toca interpretar, los actores desempeñan en la sociedad un papel importantísimo, como referentes del imaginario popular. Por eso asombra comprobar su escaso o nulo protagonismo en la literatura de ficción. Aparecen, sí, en novelas y cuentos, pero casi nunca con la misma importancia que en las carteleras.

Cuando Sándor Márai, el admirable novelista húngaro (1900-1989), tenía treinta años, publicó Los rebeldes , cuya traducción española apareció en septiembre último, bajo el sello de Salamandra. Es la historia de cinco muchachos húngaros, de unos dieciocho años, que en los últimos meses de la Primera Guerra Mundial están a punto de ser llevados a las trincheras. A esa edad, la cercanía de la muerte despierta en ellos, aparte de la natural exuberancia juvenil, una suerte de locura, de vértigo, que los lleva a ejecutar las acciones más delirantes. De pronto, en sus vidas, que transcurren monótonas en una pequeña ciudad de provincia, irrumpe un actor, un tal Amadé, miembro de un mediocre elenco errante.

Amadé es un personaje profundamente desagradable; repugnante, casi. Obeso, grasiento, excesivamente adobado y perfumado, no tiene edad, ni facciones definidas. Sin embargo, Márai convence a los lectores de que ese cómico casi obsceno es un gran actor, un intérprete genial, convirtiéndolo en un personaje clave de la historia. Una noche, en el sótano del teatro, ofrece a sus jóvenes amigos una antología de sus papeles favoritos: "Igual que en un baile de disfraces, en pocos minutos apareció ante los ojos de la pandilla una variedad de personajes, a los que el actor interpretaba cambiando simplemente de expresión, sin siquiera anunciar sus nombres. Manipulaba su propio rostro como un virtuoso su instrumento. Moldeaba sus facciones elásticas a voluntad; dilataba las aletas de la nariz y sus mejillas tan pronto se inflaban como se hundían y se llenaban de arrugas (?) Tengo treinta y cuatro rostros -exclamó, inflando la papada-. O treinta y seis (?) Todo el mundo tiene varias caras. Yo, sinceramente, no sé cuál es la auténtica, la de carne y hueso".

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Y esta es la descripción de una visita nocturna de la pandilla al teatro vacío, a oscuras: "Pero sobre todo predominaba ese olor inconfundible y particular del teatro, una esencia destilada de las candilejas, de palabras grandilocuentes y de gestos afectados; un aroma potente, casi carnal, que impregna la ropa, la piel y el pelo de quienes trabajan en él, incluso cuando se encuentran fuera del escenario". Márai sabía de lo que narraba.

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