Corriendo van por la vega
a las puertas de Granada,
hasta cuarenta gomeles
y el capitán que los manda.
Al entrar en la ciudad,
parando su yegua blanca,
le dijo éste a una mujer
que entre sus brazos lloraba:
-Enjuga el llanto, cristiana,
no me atormentes así;
que tengo yo, mi sultana,
un nuevo edén para ti.
Tengo un palacio en Granada,
tengo jardines y flores,
tengo una fuente dorada
con más de cien surtidores.
Y en la venta del Genil
tengo parda fortaleza,
que será reina entre mil,
cuando encierre tu belleza.
Y sobre toda una orilla
extiendo mi señorío:
ni en Córdoba ni en Sevilla
hay un parque como el mío.
Allí la altiva palmera
y el encendido granado,
junto a la frondosa higuera
cubren el valle y collado.
Allí el robusto nogal,
allí el ópalo amarillo,
allí el sombrío moral,
crecen al pie del castillo.
Y olmos tengo en mi alameda
que hasta el cielo se levantan,
y en redes de plata y seda
tengo pájaros que cantan.
Y tú mi sultana eres;
que, desiertos mis salones,
está mi harén sin mujeres,
mis oídos sin canciones.
Yo te daré terciopelos
y perfumes orientales;
de Grecia te traeré velos,
y de Cachemira chales.
Y te daré blancas plumas
para que adornes tu frente,
más blancas que las espumas
de nuestros mares de Oriente;
y perlas para el cabello,
y baños para el calor,
y collares para el cuello,
para los labios… ¡amor!
-¡Qué me valen tus riquezas
-respondióle la cristiana-
si me quitas a mi padre,
mis amigos y mis damas?
Vuélveme, vuélveme, moro,
a mi padre y a mi patria,
que mis torres de León
valen más que tu Granada-.
Escuchóla en paz el moro
y, manoseando su barba,
dijo, como quien medita,
en la mejilla una lágrima:
-Si tus castillos mejores
que mis jardines son,
y son más bellas tus flores
por ser tuyas, en León;
y tú diste tus amores
a alguno de tus guerreros,
hurí del Edén, no llores;
vete con tus caballeros-.
Y dándole su caballo
y la mitad de su guardia,
el capitán de los moros
volvió en silencio la espalda.
José Zorrilla
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